Con la muerte Andreotti se cierra una época

Con la muerte Andreotti se cierra una época

La muerte de Giulio Andreotti a los 94 años marca la desaparición del último superviviente de la generación política que tomó las riendas de Europa al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Una generación que, con sus aciertos y sus errores, tenía aún una idea de su acción política que iba más allá de la encuesta de opinión de cada momento.

 

Miembro de la Asamblea Constituyente y después del Parlamento italiano desde sus inicios, en 1946, hasta ahora, Andreotti fue siete veces primer ministro, 22 veces ministro (fue miembro de todos los gobiernos italianos desde mayo de 1947 hasta julio de 1992) y fue nombrado senador vitalicio en 1991 por el entonces presidente Cossiga. Estamos pues ante un personaje y una carrera política sin parangón, no sólo en Italia, sino en el mundo entero.

 

Elegido por Alcide De Gasperi como subsecretario de la presidencia del Consejo cuando aún no había cumplido los treinta años y luego secretario del gobierno, el joven Andreotti demostró instinto político y una singular capacidad de supervivencia desde esos sus primeros años. Así, cuando De Gasperi cayó en agosto de 1953, su sucesor, Pella, le mantuvo en el cargo, hasta que el siguiente gobierno, esta vez presidido por Amintore Fanfani, le hizo ministro de Asuntos Extiores… y así hasta 1992.

 

Su pasión por la política, su pragmatismo, su conocimiento de los entresijos del poder y su extrema discreción hicieron de Andreotti la persona más influyente de Italia durante décadas. Eugenio Scalfari, desde las páginas de La Repubblica, ha definido a Andreotti como un “enigma viviente”, señalando que “si hubiese vestido un quimono de seda y babuchas en los pies, Andreotti hubiera sido la imagen de un alto consejero de la Ciudad Prohibida del Imperio Celeste. Pero con una sotana violeta y la birreta cardenalicia podría haber sido un personaje retratado por el pincel de Tiziano, entre un cardenal Medici y un cardenal Barberini”.

 

La figura de Andreotti, por otro lado, a pesar de todos sus esfuerzos por mantenerse en la discreción, ha acabado levantando pasiones: por un lado entre quienes defienden su legado político, por otro entre quienes ponen de relieve sus vínculos con la Mafia, con la que habría pactado en diversas ocasiones, relación probada judicialmente aunque no le supusiera condena alguna al haber prescrito los delitos de los que se le acusaba. Pero si bien no se puede negar esto último, inscrito dentro de una lógica de “razón de Estado” que muestra no sólo un pragmatismo más o menos cínico, sino la erosión moral experimentada por los políticos católicos durante el siglo pasado (como mínimo), tampoco puede aceptarse la tesis de que Andreotti fue una especie de personificación del mal.

 

Andreotti encarna con su vida el proyecto de la Democracia Cristiana en Italia, con sus luces y sus sombras. Por un lado, cerrando el paso al poderoso Partido Comunista Italiano y salvando así a Italia de las garras de un comunismo muy real. En este sentido, la lógica de la Guerra Fría, que coincidió casi con su carrera política, tuvo una importante influencia en sus apuestas políticas. Asumiendo su papel de aliado de Estados Unidos, clave para su mantenimiento en el gobierno, Andreotti y la DC apostaron por el atlantismo y por un desarrollismo económico que llevaron a Italia al grupo de los países más industrializados del mundo. Y eso manteniendo siempre una postura de apertura hacia la izquierda que en el fondo reflejaba una posición cultural subordinada. Así, Andreotti fue degasperiano, navegó por el centro-izquierda, fue clave para los gobiernos de unidad nacional y presidente del Consejo durante el “compromiso histórico” de la Democracia Cristiana con los comunistas en 1976, colaboró con el socialista Craxi y acabó presentándose en 2006 a vicepresidente de Estado en un intento de consenso con la izquierda.

 

Pero por otro lado, el tiempo, juez implacable, ha constatado el profundo fracaso del proyecto democristiano. Esos católicos de la nueva República italiana, una república que ya no iba a ser anticatólica, esperaban que la entrada de las masas católicas en la política liberal permitiera corregir los errores de esta última y se abriera así un periodo donde la autonomía de lo temporal fuera compatible con un suplemento de fe cristiana que cristalizara en una especie de “moderna cristiandad”. Era la esperanza de Dosseti, que veía en la aceptación de la democracia liberal por parte de los católicos un momento de regeneración religiosa. Aquello se demostró una ilusión vacua, una alucinación que no ha soportado el contraste con la realidad. El fracaso no ha podido ser más estrepitoso y no se ha llevado por delante solamente a un partido político, sino que los hechos atestiguan que el daño del fallido experimento han sido mucho mas extensos. Es difícil resumir mejor que Augusto del Noce (él mismo miembro en la postguerra de la DC) lo que realmente ocurrió en Italia cuando afirmaba que lo que la masonería había intentado sin éxito, esto es, la secularización del país, el arrancar a las masas de la Iglesia, lo había llevado a cabo la Democracia Cristiana. El propio Andreotti ejemplificó esta realidad: él, católico y amigo personal de todos los papas desde Pío XII, fue quien firmó la ley que liberalizaba el aborto en Italia. Eran tiempos de extremismo malminorista, que finalmente se ha demostrado como otro camino, en este caso con abundantes dosis de clericalismo, para llegar al mismo punto final que socialistas y liberales laicistas.

 

Hoy en día asistimos a la interesante discusión sobre qué fue lo que falló, si se trataba de un error de principio o si el problema estuvo en la falta de fuerza, especialmente cultural, para llevar a cabo el proyecto democristiano, pero lo que nadie puede discutir es su fracaso. Como hemos señalado, la consecuencia más duradera del proyecto democristiano ha sido la secularización de las masas católicas, hasta entonces refractarias en gran medida al proyecto secularizador de la modernidad, la aceptación por parte de éstas de este proyecto y su entrega al mismo sin remordimientos e incluso con bendiciones. Completado el trasvase, el Estado moderno muestra cada vez más a las claras su verdadero rostro y ya no disimula su animadversión hacia la religión católica.

 

Los democristianos mas lúcidos comprendieron su fracaso y que en realidad estaban trabajando para lo contrario de lo que, en sus momentos de entusiasmo inicial, decían propugnar. Así ocurrió con Del Noce o con Guareschi. No sucedió así con Andreotti ni con sus discípulos más fieles, seguramente porque asumir el fracaso esencial de una vida, mas allá de múltiples victorias circunstanciales, supone un grado de heroicidad que sólo puede explicarse por una gracia especial. Comentando unas declaraciones de Andreotti a La Stampa en 2006, en las que afirmaba: “Provengo de la Democracia Cristiana: no hay más“, escribía Massimo Borghesi que se trataba de “Un “no hay más” reivindicado, con orgullo, como expresión de una tradición política condenada a la derrota histórica, no a la ideal“. Resulta curioso notar el paralelismo entre esta actitud, que huye de la realidad y se refugia en el reino de los ideales abstractos, en un mundo ideológico e irreal, y la de los nostálgicos del comunismo, para quienes el “ideal” puro no se ve afectado por los errores históricos habidos en su aplicación.

 

Asumiendo como norte, como el mismo Borghesi explica, “la gran lección de su maestro, Alcide de Gasperi, la enseñanza clave para el catolicismo político-democrático: evitar en Italia el resurgir del conflicto histórico entre güelfos y gibelinos, clericales y anticlericales“, la Democracia Cristiana, y Andreotti como su mas importante timonel, sacrificaron todo lo sacrificable, empezando por la vida de los no nacidos, y llevaron a su país, formado en el seno de la Iglesia, a alejarse de quien le había dado la vida.

 

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