¿En qué democracia estamos?

¿En qué democracia estamos?

Carlos Esteban escribía recientemente en su twitter lo siguiente: “¿Sentís que tenéis algún control sobre lo que pasa? Porque se supone que esto es una democracia y sois soberanos…

Una pregunta que casi todos nos hemos hecho alguna vez. Gilles Dumont, profesor de la universidad de Nantes, en un artículo titulado “Démocratie: vers la fin du privilège“, publicado en el último número de la revista francesa Catholica, nos da algunas claves que creo que nos pueden ayudar a dar una respuesta.

Empieza citando a Montesquieu en El Espíritu de las Leyes, cuando afirma que “había un gran vicio en la mayor parte de las antiguas repúblicas: el pueblo tenía el derecho a tomar resoluciones activas y que exigen una ejecución, cosa de la que es enteramente incapaz. El pueblo no debe entrar en el gobierno más que para elegir a sus representantes, lo que está a su alcance“. Curioso: el papel del “pueblo”, glorificado retóricamente, se limita a elegir representantes y poco más.

Función confirmada por la historia, recuerda Dumont, quien cita al respecto a Carré de Malberg en una obra de 1922 que mantiene plena vigencia: “El “representante” no representa una voluntad preexistente de los ciudadanos, puesto que el derecho positivo de las Constituciones representativas rechaza concederles el poder de querer de otro modo más que a través de sus representantes; en estas condiciones, no es posible afirmar que la voluntad de los ciudadanos entre en representación, sino que tenemos aquí, de una parte, una voluntad, la de los ciudadanos, de la que se hace abstracción y que se trata jurídicamente como inexistente, y de la otra, una voluntad, la del “representanteque sustituye totalmente a la de los ciudadanos y que finalmente se convierte en la única operante“. El lenguaje es quizás complejo, pero su significado es muy claro: la voluntad de los ciudadanos no es ni tenida en cuenta, es la voluntad del representante la que existe, actúa y tiene consecuencias. Es lo que vemos a diario cuando todos, absolutamente todos, incumplen sus programas. Porque no se sienten vinculados por algo que sólo tiene virtualidad en campaña electoral, porque luego la voluntad de los representantes no guarda ningún vínculo con lo que piensan o desean los ciudadanos, y mucho menos aún con lo que se les prometió en campaña.

¿Y entonces a quién representan los representantes? Muy sencillo, a la voluntad general de Rousseau, que no tiene porqué coincidir con la voluntad de la mayoría. ¿No lo vemos también a diario en la actuación de gobiernos y parlamentos, que desprecian lo que expresaron las urnas e imponen nuevas leyes y medidas de ingeniería social sin pestañear? ¿O que directamente decretan fuera del terreno de lo opinable, de lo que se debe consultar a la ciudadanía, cada vez más cuestiones?

Catherine Colliot-Thélène, otro de los autores citados por Gilles Dumont, escribió en 2011 que hay que asumir que la democracia no es un régimen fundado sobre una relación de subordinación al “pueblo”, sino una forma de organización política destinada a satisfacer las demandas de derechos. Con toda claridad sostiene esta autora francesa que lo del “gobierno del pueblo” es una invención tardía cuya única vocación es dar legitimidad al régimen. Es lo que llama “democracia sin demos“.

Comenta Dumont que, de este modo, el pueblo tiene un rol bien definido y una función muy clara: dar legitimidad a los gobiernos, pero en ningún caso es considerado fuente de poder. Que la gente vote para mantener la ficción y desaparezca hasta las siguientes elecciones. Es lo que con palabras más elegantes sugiere Pierre Rosanvallon cuando contrasta la legitimidad de los gobernantes y la legitimidad de sus acciones: “antes la elección vinculaba ambas dimensiones, pero hoy tiene un sentido más restringido. Se puede decir que las elecciones no son ya más que un modo de designación de los gobernantes“. La “operación electoral”, remata Dumont, sólo sirve para aportar una legitimidad, entendida ésta “en el sentido moderno de aceptación social de la función ejercida”.

Otro autor actual, Francis Dupuis-Déri, llama la atención sobre “la agorafobia original y fundadora de las democracias modernas, camuflada hasta ahora por la palabra “democracia”, que ha venido a designar el régimen electoral liberal y a dar la apariencia de que el pueblo detenta el poder soberano“. Impresiona ver cómo lo que algunos intuimos es asumido y expresado de modo tan descarnado por la intelligentsia contemporánea, sin ningún rubor y dándole un giro positivo. ¿Y alguien necesita más explicaciones a eso que se ha venido en llamar la desafección de la gente respecto de la política?

Una última reflexión: todos estos autores, prestigiosos y reconocidos, recuperan la teoría de las dos legitimidades, si bien adaptándola a esta realidad peculiar de las democracias liberales de la modernidad tardía. Así, la legitimidad de origen sería la que se obtiene mediante las elecciones, pero ésta es claramente insuficiente y no sirve de nada sin la otra, la legitimidad de ejercicio, que depende de la conformidad con unos “principios políticos que todo gobernante democrático debe seguir“, en palabras de Yves-Charles Zarka en un libro de 2010 titulado Repenser la démocratie, y que son fijados principalmente en ciertos organismos, a menudo supranacionales, verdaderas factorías de reingeniería social y definidores de lo políticamente correcto. Así se entiende que un dirigente democráticamente elegido, si no se pliega a estos dictados, sea considerado, con razón desde esta perspectiva, como no democrático.

La conclusión de Dumont cae por su propio peso: “la democracia abandona la categoría de los regímenes políticos para asumir plenamente su estatuto de ideología“. Haríamos bien en tenerlo en cuenta a la hora de analizar el contexto político en que vivimos.

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