Una lectura no maniquea del origen de la Primera Guerra Mundial

Una lectura no maniquea del origen de la Primera Guerra Mundial

Me ha llamado la atención el artículo que publica Christie Davies en The Salisbury Review en previsión de la avalancha de escritos conmemorando el centenario del inicio de la Primera Gran Mundial. El autor anticipa lo que va a ser la interpretación oficial con la que nos van a bombardear: los alemanes tuvieron la culpa, son congénitamente expansivos e imperialistas y, en el bando contrario, se encontraban los defensores de la democracia, pacifistas obligados a guerrear en la “guerra para acabar con todas las guerras” (que en realidad dio inicio a las guerras más atroces que hayamos visto),

Christie Davies lo ve de modo diferente y sus argumentos, provocativos, me han parecido bastante sólidos.

En concreto, sostiene que una de las causas de la Gran Guerra fue la obsesión de Francia por recuperar Alsacia y una parte de Lorena, que habían sido incorporadas a Alemania tras la humillante derrota francesa en 1870. Pero, nos recuerda Davies, la guerra de 1870 no había sido declarada por los alemanes, sino por Francia, por Napoleón III, sin más base que responder a un insulto y dar rienda suelta a sus sueños imperialistas (los mismos que provocaron la trágica aventura imperial en México, la injerencia francesa en los asuntos italianos o que Palmerston decidiera construir una cadena de fuertes a lo largo de la costa inglesa para rechazar una no improbable agresión de este pequeño Napoleón).

El problema fue que la aventura bélica le volvió a salir mal. Tras la derrota de Sedán y la captura del mismo Napoleón III, Bismarck ofreció una paz bastante honrosa en la que Alemania sólo ganaba una pequeña porción de Alsacia. La reacción francesa fue redoblar el ataque: cinco meses después las tropas alemanas entraban en París y Alemania se quedaba con Alsacia y Lorena. Desde ese día Francia no dejó de cultivar un sentimiento de venganza y revancha contra una Alemania culpable de haberles vencido en una guerra provocada estúpidamente por la propia Francia, sentimiento clave para entender el estallido de la Primera Guerra Mundial.

Segundo punto: la alianza franco-rusa de 1894, dirigida contra el Imperio austrohúngaro y Alemania, hicieron que la guerra fuera sólo cuestión de tiempo. La ayuda francesa hizo que Rusia se sintiera fuerte y respondiera agresivamente cuando Austria-Hungría entró en guerra con Serbia. De no haber sido así, hubiésemos asistido a una nueva guerra balcánica, de las muchas que se sucedían desde que el imperio otomano había empezado a declinar. Cuando Rusia movilizó a sus ejércitos y solicitó a Francia la movilización de los suyos, Alemania se sintió, correctamente, amenazada. Cuando Rusia declaró la guerra, Francia vio su oportunidad de conseguir la revancha largo tiempo anhelada.

Los acuerdos militares secretos de Francia con la Inglaterra de Eduardo VII tampoco ayudaron. El Reino Unido debería haber avisado explícitamente que la entrada de Alemania en Bélgica iba a provocar su participación en el conflicto, disuadiendo probablemente a Alemania de involucrar a Inglaterra (que, por cierto, además de perder a un millón de hombres, perdió también Irlanda de resultas de la Gran Guerra).

En definitiva, que más que leer una historia maniquea de buenos y malos, haríamos bien, a la hora de volver la mirada hacia la Primera Guerra Mundial, en recordar aquello de que quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Y tener bien presente que, a veces, diferentes decisiones, que una a una no parecen tan graves, acaban creando una situación explosiva.

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