La ilusión de que podemos vivir eternamente endeudados

La ilusión de que podemos vivir eternamente endeudados

El último número de la revista Chronicles se centra en la insostenibilidad de una vida basada en el recurso eterno a la deuda. Nadie en su sano juicio puede pretender vivir endeudándose siempre. Lo mismo es de aplicación a las sociedades.

Thomas Fleming va un paso más allá y se fija en las consecuencias morales de esa adicción a la deuda que sintetiza en “la eterna realidad de que el endeudamiento a largo plazo es esclavitud”. Y cita a Ezra Pound cuando escribió que “no existe libertad sin libertad económica. Una libertad que no incluye el estar libres de deudas es sencillamente una estupidez”.

Pero a pesar de todas las advertencias, lo cierto es que nuestra sociedad, nuestras vidas, el Estado en el que vivimos, tienen como premisa el mantenimiento eterno de la deuda. Nos cuesta imaginar un país, un municipio, una empresa, una familia sin deuda. Y no es que el endeudarse sea intrínsecamente malo, al contrario, puede haber momentos en que sea necesario y benéfico, de lo que estamos hablando aquí es de esa mentalidad que piensa que todos debemos estar siempre, permanentemente, endeudados. Pero aunque ese estado de endeudamiento perpetuo nos parece lo más natural del mundo, lo cierto es que nunca, en la historia de la humanidad, había sido así. De hecho, los individuos y los gobernantes que vivían por encima de sus posibilidades han sido siempre denostados, recibiendo los despectivos epítetos de manirrotos, derrochadores, despilfarradores… Cuando estos personajes aparecían en las novelas, su final siempre era trágico: deuda creciente, prestamistas acechando, bancarrota y suicidio eran los ingredientes con los que esos pobres personajes, enloquecidos por su afán de vivir por encima de sus posibilidades, iban tejiendo su triste destino. Atendiendo a esta caracterización, hoy nuestro país parece un asilo de lunáticos aquejados de ese mal.

Necesitamos un cambio de mentalidad, de lo contrario a lo máximo que vamos a aspirar es a reducir el ritmo de crecimiento de nuestra deuda. Las familias y empresas parece que lo han empezado a entender y están ajustando su endeudamiento, por las buenas o por las malas, pero no resulta así con el Estado. Por mucho que se empeñe el ministro De Guindos, vendernos como un gran éxito una deuda pública que no para de crecer (ha pasado del 37% del PIB en 2007 al 96,5% siete años después, situándose en 988.000 millones de euros) no parece muy razonable. Y menos cuando nos enteramos de que solo en los dos primeros meses de 2014 el endeudamiento público ha aumentado en 26.807 millones. Evidentemente, la situación podría ser aún peor (siempre es así), pero hasta que no consigamos reducir nuestra deuda, esto es, conseguir un año gastar algo menos de lo que ingresamos, no podremos hablar de una economía sana. Esa, cuando llegue, y no se vislumbra en el corto plazo, será la prueba del algodón de que hemos superado la crisis.

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