Un experimento perturbador

Un experimento perturbador

David T. Koyzis acaba de publicar un artículo en First Things en el que reflexiona sobre un experimento psicológico realizado hace cincuenta años por un profesor de Yale, Stanley Milgram. Ha acabado la Segunda Guerra Mundial y uno de los debates que acapara mayor atención es la de la responsabilidad de los individuos en su colaboración con las atrocidades cometidas por el nazismo. ¿Hasta qué punto eran responsables o sencillamente se limitaban a seguir órdenes? Cualquiera familiarizado con Hannah Arendt y su libro sobre el juicio a Adolf Eichman sabe de qué estamos hablando.

El experimento quería estudiar hasta qué punto las personas obedecen las órdenes y consistía en que dos personas, una de ellas un actor, están participando en un estudio sobre aprendizaje y memoria. El actor era llevado a una habitación, atado a una silla y se le conectaban cables eléctricos. A la otra persona, que ignora que el otro es un actor, se le ponía ante un aparato y se le decía que con él se controlaban los flujos de electricidad que recibía el primero. Esta segunda persona debía de hacer una serie de preguntas y, en caso de error en la respuesta, administrar descargas eléctricas crecientes sobre el actor. En realidad no estaba dando ninguna descarga, pero el actor aparentaba recibir fuertes descargas eléctricas en medio de crecientes gritos de dolor y súplicas para que las detuviese. El test pretendía conocer hasta dónde llegaba la persona encargada de suministrar las “descargas” en su obediencia a las instrucciones recibidas. ¿Se detendría y desobedecería las instrucciones en el convencimiento de que constituían un comportamiento perverso o, por el contrario, continuaría administrando descargas hasta llegar incluso a los peligrosos para la vida 450 voltios?

Los resultados del experimento me han parecido reveladores. Parece ser que Milgram esperaba que la mayor parte de la gente, gente normal, entrarían pronto en conflicto con sus convicciones morales y dejarían de aplicar descargas. Pero lo que encontró es que en la mayoría de los casos seguían adelante sin grandes problemas. Como el propio Milgram escribió, “la mayoría obedecen sin importarles lo sonoro de los gritos de dolor de la víctima y sin importarles lo dolorosas que las descargas parecen ser“.

Es interesante ver quiénes fueron los pocos, poquísimos, que pararon pronto: un profesor de Antiguo Testamento que justificó su decisión afirmando que “si uno tiene como última autoridad a Dios, la autoridad de los hombres se relativiza” y un inmigrante holandés, protestante, que había sufrido la ocupación nazi de su país.

Milgram pensaba que el problema era que la mayoría de las personas renunciaban a su autonomía moral y pasaban a comportarse como meros ejecutores de órdenes, dejando de verse a sí mismos como moralmente responsables de sus propias acciones. Para rectificar esto, pensaba Milgram, las personas deben romper con la autoridad y recuperar su autonomía moral. Pero Koyzis llega a otra conclusión, que me parece más acertada: “en realidad, la autonomía moral (la capacidad de actuar moralmente sin referencia a ninguna autoridad) no existe ni puede existir. Los que desafían a la autoridad siempre lo hacen en base a otra autoridad considerada superior a la primera“.

Me temo que se sigue insistiendo en el rechazo a la autoridad y no en el descubrimiento de una autoridad superior. Como apostilla Koyzis, “el único modo eficaz no es rechazar la autoridad per se, lo que es a fin de cuentas imposible, sino reconocer, como los primeros cristianos, que tenemos que responder ante una Autoridad más alta“. De lo contrario, lo de Eichman podría repetirse en cualquier momento.

 

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