Vuelven con el atraco del impuesto de sucesiones

Dicen que la política española busca renovarse: nuevas caras, nuevos partidos, nuevas propuestas. Y yo, en medio de este fragor de renovación, me fijo en un par de declaraciones que insisten en apostar por el mantenimiento del impuesto de sucesiones. La primera, en boca de Pedro Sánchez. Nada sorprendente, el PSOE es un partido viejo y anclado en propuestas que ya se han demostrado corrosivas socialmente y radicalmente injustas. No esperaba nada no de él ni de su partido y confirma mi apreciación. La segunda, desde el candidato de Ciudadanos en la Comunidad de Madrid, Carlos Aguado, que se ha mostrado favorable a “establecer un impuesto progresivo en las sucesiones”. Pues vaya con lo de la regeneración de la política; yo me imaginaba otra cosa.

Digámoslo claro, el impuesto de sucesiones es un robo. Un robo. Una confiscación injustificable. Un robo, insisto, realizado gracias al monopolio de la violencia que ejerce el Estado. Y no, no soy un peligroso libertario, ni un neocón, ni nada por el estilo. No niego la necesidad de que exista el Estado y, en consecuencia, la legitimidad de la existencia de impuestos. Se puede discutir mucho acerca de cuál es el momento en el que la presión impositiva alcanza niveles confiscatorios (y pensar que en la Edad Media algunos se quejaban del diezmo, el 10%, que consideraban

 excesivo), pero el impuesto de sucesiones, el peaje de la muerte, no tiene ninguna justificación.

 El impuesto de sucesiones grava arbitrariamente un dinero o unos bienes por los que ya se ha tributado, por los que el Estado ya se ha quedado una importante parte. La excusa es la muerte del titular, convirtiendo al Estado en un ave carroñera y arrebatando a las crías
del fallecido lo que es suyo. Si he trabajado honestamente, he pagado impuestos por lo que he ganado, muchas veces impuestos abusivos, ¿por qué no le puedo dejar a mis hijos lo que he ido ahorrando sin que el Estado se quede, una vez más, una parte?

Pero es aún peor. El impuesto de sucesiones introduce un importante incentivo a comportarse un modo determinado: consumiendo, puliéndoselo todo antes que dejárselo al Estado. De este modo se promociona el que una generación no le transmita nada a la siguiente, quebrando la solidaridad intergeneracional, debilitando a las familias, incentivando el egoísmo. Es pues un impuesto injusto y antisocial. Evidentemente, también es igualitario: tiende a igualarnos en la precariedad, en la miseria de no poder recibir lo que nuestros padres con tanto esfuerzo han guardado para nosotros. Pretende convertirnos en átomos sociales, en individuos sin pasado, sin raigambre, en huérfanos virtuales que todo lo deben esperar del Estado, el único capaz de disponer de nuestros bienes y nuestras vidas. Todo profundamente perverso.

Luego viene la coletilla para intentar justificarse: sólo lo aplicaremos a las grandes fortunas, la gente normal no se verá afectada. Sólo que, como siempre ocurre cuando se apela a los ricos, a las grandes fortunas, los que acabamos pagando el pato somos la gente normal. No puede ser de otra manera pues las grandes fortunas, los ricos riquísimos a quienes todos los políticos quieren vaciar los bolsillos, por el mismo hecho de ser tan ricos disponen de los recursos para escapar a los intentos recaudatorios del Estado. Montan sociedades, fijan su residencia fiscal en el extranjero, usan productos financieros sofisticados… Justo lo que no puede hacer la persona que con los ahorros y el esfuerzo de toda una vida ha comprado un par de casas y quiere dejárselas a sus hijos. Sobre éste cae el buitre carroñero estatal para desplumarlo.

Y ahora ya podemos seguir hablando de la nueva política, de renovación, regeneración y lo que haga falta.

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