La muerte de Scalia sacude la política estadounidense

La muerte de Scalia sacude la política estadounidense

La muerte, inesperada, del juez del Tribunal Supremo estadounidense Antonin Scalia ha sacudido la ya de por sí agitada vida política norteamericana. La desaparición de un miembro del Supremo, que sólo puede darse por muerte o retiro voluntario, es de por sí un suceso lleno de repercusiones, pero es que Scalia no era precisamente un juez más.

El juez oriundo de Nueva Jersey era un personaje brillante, admirado u odiado con pasión, probablemente el juez más influyente en las últimas décadas por su denodada y, a menudo solitaria defensa de una lectura textual de la Constitución. Para Scalia el papel del Tribunal Supremo no era reinterpretar hasta el infinito la Constitución, haciéndole decir lo que nunca dijo. De hecho, contra quienes argumentan que la Constitución es algo vivo, él gustaba de recalcar que la Constitución no está viva, sino que su significado fue fijado en el momento en que fue escrita. Y añadía, vehemente y provocador: “¡La Constitución está muerta, muerta, muerta!”. Se sabía en minoría (“somos tan pocos que si coges un cañón y disparas contra cualquier facultad de Derecho importante no herirás a ningún textualista”), pero eso lo importaba bien poco. Muchas de sus opiniones particulares contrarias al voto de la mayoría se erigen como monumentos a la sensatez.

 

En buena lógica, Scalia detestaba a los magistrados militantes, a los jueces que quieren cambiar el mundo, a los activistas judiciales, a los jueces estrella, a los magistrados que hacen las leyes en vez de servirlas. Y dio ejemplo, defendiendo la constitucionalidad de leyes que no le gustaban: “existen muchas cosas estúpidas pero constitucionales”, pero consideraba que su papel como magistrado del Tribunal Supremo no consistía en juzgar acerca de la estupidez o no de esas cosas, sino meramente sobre si se ajustaban a la Constitución tal y como la concibieron y redactaron los Padres Fundadores.

Era, también, un juez que unía su rigor argumentativo a un estilo que no renunciaba a la ironía, como cuando escribió, a propósito de los argumentos empleados en la sentencia que autorizaba el matrimonio entre personas del mismo sexo, que “el Tribunal Supremo de Estados Unidos ha retrocedido del disciplinado razonamiento legal de John Marshall y Joseph Story a los aforismos místicos de las galletas de la suerte.

También, sobre el mismo asunto, declaró: “Hemos transformado una institución social que ha sido la base de la sociedad humana durante milenios, tanto para los bosquimanos del África meridional como para los Han de la China, para los cartagineses como para los aztecas: ¿quién nos hemos creído que somos?”.

Ahora bien, todo lo que podía tener de mordaz en sus sentencias lo tenía de entrañable en su trato personal: era muy conocida su amistad con la también juez del Supremo Ruth Bader Ginsburg, en sus antípodas ideológicas y a quien invitaba cada Nochevieja, añadiendo que era “la única izquierdista con la que no le importaría quedar atrapado en una isla desierta”.

Pero más allá de que una figura como Scalia es imposible de sustituir, lo cierto es que su desaparición supone un golpe tremendo para las aspiraciones conservadoras. Los restantes ocho jueces han sido designados por presidentes republicanos (Reagan y los dos Bush) y demócratas (Clinton y Obama) a partes iguales. Esto dejaría el Supremo en unas tablas, 4 a 4,… sólo que Anthony Kennedy, designado por Reagan, se suele pasar al lado izquierdista (éste sí que actúa siempre como un solo bloque) con relativa frecuencia. Así pues, la persona designada para ocupar el lugar de Scalia en el Supremo puede ser determinante.

Los temas sobre los que tiene que pronunciarse, además, no son moco de pavo: la reforma migratoria de Obama para regularizar a 5 millones de inmigrantes, la ley de Texas que regula las clínicas donde se practican abortos, la parte del Obamacare conocida como “mandato contraceptivo”, que obliga a contratar seguros que cubran aborto, esterilizaciones y contracepción, la financiación de los sindicatos laborales y la discriminación positiva en las universidades.

En ausencia de sustituto para Scalia y en caso de empate, prevalece la decisión alcanzada por la última Corte de Apelaciones que haya juzgado el caso, aunque no se establece precedente legal y el asunto puede regresar en el futuro al Supremo.

Un empate bloquearía, por ejemplo, la reforma migratoria, que Obama ya no podría sacar adelante durante su mandato o, en el caso del aborto, supondría el cierre de más de 10 clínicas de Texas. Por el contrario, un empate también dejaría en vigor el mandato contraceptivo o la obligación de contribuir a los sindicatos profesionales aun en el caso de no participar en sus actividades.

No es de extrañar pues que, con el cadáver de Scalia sin enterrar, se hayan desatado múltiples especulaciones sobre la designación de su sucesor. Cruz fue el más rápido, lamentando la perdida de Scalia y pidiendo que sea el próximo presidente de los Estados Unidos quien proponga al nuevo miembro del Tribunal Supremo que cubrirá la vacante, una opinión a la que el líder de la mayoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, se ha sumado también.

Los demócratas, por su parte, no han ocultado su regocijo ante esta inesperada oportunidad de decantar el Supremo hacia sus posiciones y reivindican el derecho de Obama a proponer al sustituto de Scalia. Es obvio que el presidente Obama tiene legalmente esa prerrogativa, como también lo es que la aprobación por parte del Senado del candidato propuesto no debería juzgar sobre las ideas del candidato, sino sobre su preparación. Algo que no hicieron los congresistas demócratas cuando, en tiempos de Reagan y liderados por Teddy Kennedy y Joe Biden, tumbaron la candidatura del juez Bork en base a sus solas ideas políticas.

Ahora, los republicanos, que tienen la mayoría en el Senado, pueden optar por bloquear cualquier designación proveniente de Obama, una apuesta arriesgada que tensionaría el sistema político norteamericano al máximo y podría incluso perjudicar los intereses republicanos en las elecciones presidenciales de este año, o bien por consensuar un candidato moderado ante el temor de que, en caso de que el próximo presidente sea demócrata, el propuesto sea un izquierdista radical. Un riesgo que algunos están dispuestos a asumir en base a la experiencia que nos recuerda Ross Douthat: todos los nombramientos de “moderados” desde los años 60 han acabado alineándose con los izquierdistas radicales en los temas de defensa de la vida y la familia.

Escriba un Comentario

Your email address will not be published. Required fields are marked *

*

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>