El superviviente del Gulag que vivió para contarlo

El superviviente del Gulag que vivió para contarlo

Aleksandr Solzhenitsyn ha pasado a la historia como el gigante que se enfrentó al poderoso Imperio soviético y con las únicas armas de la verdad y una inquebrantable dignidad, consiguió derrotarle, el escritor disidente que gana el Premio Nobel, el superviviente del Gulag que vive para contarlo y dejar en evidencia a la intelectualidad occidental siempre tan proclive a coquetear con el tirano de turno, el insobornable defensor de la libertad espiritual del hombre frente a todo totalitarismo. Una figura de talla épica, de esas que escasean en la actualidad.

Todo lo anterior es cierto… y sin embargo podría perfectamente no haber sido así. Es lo que comprendemos al leer la biografía de nuestro hombre que, tras varias entrevistas personales, escribió Joseph Pearce (la clave para que el entonces entrado en años y bastante arisco escritor ruso aceptase hablar con Pearce fue su común entusiasmo chestertoniano). La vida de Solzhenitsyn acabó bien: la URSS se desmoronó y él pudo regresar a su amada tierra rusa convertido en la conciencia moral de un país desorientado que aún está buscando el modo de superar la profunda herida dejada por el comunismo. Pero, concluye uno tras conocer los avatares de su vida, si acabó bien es por una serie de milagros que dieron al traste con lo que hubiera sido lo normal: su temprana muerte y su condena al mundo del olvido. Como tantos compatriotas sepultados en el infierno soviético del Gulag (ese que ahora algunos parecen añorar para nuestro país) y de los que a duras penas conservamos solo sus nombres.

Solzhenitsyn, a pesar de los esfuerzos de su madre por transmitirle la fe cristiana ortodoxa, pronto pasó a ser un comunista ejemplar, un hijo de la Revolución bolchevique. En esa lucha entre lo que le enseñaban en casa y lo que le inculcaban en el colegio, la victoria se decantó hacia el Estado contra la familia. Solzhenitsyn adolescente fue un triunfo del sistema comunista de adoctrinamiento, de la propaganda y la mitología bolchevique, era el hombre nuevo, el hijo de la Revolución. Un vástago entusiasta de un tiempo terrible, del tiempo en el que, como explica Pearce, “Pavlik Morozov se convirtió en un héroe de la noche a la mañana por denunciar a su padre a la policía secreta y fue puesto como ejemplo a imitar por la juventud soviética”.

Aquello, no obstante, no consiguió penetrar en lo más profundo de su alma, allí donde siempre existió un rincón que se negaba a dejar de ser libre. Quizás el momento clave fue cuando, mientras cursaba el tercer curso en la Universidad, le ofrecieron formar parte del NKVD, la policía secreta soviética. Un ofrecimiento que, racionalmente, debía haber aceptado sin dudar. No lo hizo. Como años más tarde escribiera, “en tu interior hay un sentimiento de rechazo, de repugnancia. Hace que me sienta enfermo. Haced lo que queráis conmigo; yo no quiero formar parte de ello”.

Lo que vio sirviendo en el frente en el Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial, los actos bárbaros, las violaciones de mujeres hasta la muerte, hizo tambalearse sus convicciones comunistas, asaltadas ahora por un mar de dudas. Un comentario no suficientemente respetuoso en una carta que fue interceptada le valió su caída en desgracia. De la noche a la mañana el joven héroe bolchevique se convertía en un traidor, un agente imperialista enviado a cumplir condena en uno de los campos de concentración del entramado que después inmortalizaría con el nombre de Archipiélago Gulag.

Allí debería haber acabado la vida de Solzhenitsyn, uno más entre los millones de víctimas anónimas del comunismo. Pero, por el contrario, fue allí donde reencontró la fe y conoció en toda su profundidad la maldad del régimen soviético, encontrando así lo que será  su misión en la vida, la denuncia de ese régimen aniquilador de almas y cuerpos. Fue allí donde descubrió que “podemos afirmar nuestra libertad interior incluso en condiciones externas de falta de libertad. En dicho entorno no perdemos la posibilidad de avanzar hacia metas morales”. Tras ocho años de Gulag, Solzhenitsyn fue enviado al exilio, donde bien podría haber acabado sus días, acortados por un cáncer que no fue tratado hasta pasado un tiempo y al que, una vez más de modo milagroso, sobrevivirá. Cuando llegue la relativa “liberalización” de Jruschev encontrará a Solzhenitsyn, aún desconocido pero muy vivo y con la responsabilidad, con la necesidad casi fisiológica de dar a conocer la gran mentira sobre la que se había construido el comunismo en Rusia. Poco importaba si su voz llegaba a diez personas o a diez millones, Aleksandr Solzhenitsyn era un alma ardiendo en fuego de verdad que ya no iba a doblegarse ante nada, por muy poderoso que fuera.  “Aquel a quien se priva de toda fuerza material acabará triunfando siempre a través del sacrificio”, escribiría después, y él había pasado por el sacrificio extremo y vivía en él.

Algunas de sus obras van a ser publicadas (aunque a veces mutiladas), como parte de los gestos aperturistas del momento, otras se distribuirán clandestinamente a través del samizdat. Entre las primeras, La casa de Matriona, a través de la que, según el historiador Grigori Pomerants, “un millón de personas, si no más, dieron su primer paso hacia la luz con Solzhenitsyn”. Entre las segundas, su Carta de Cuaresma, dirigida al clero ruso pero que extendió como la pólvora y suscitó un enorme interés incluso en Occidente, provocando la ira del KGB. Ya no se podía ignorar a Solzhenitsyn que, ahora sí, se había convertido en un peligroso enemigo del régimen. Fue entonces cuando muchos amigos, temerosos, le dieron la espalda, pero como él mismo relata, “aunque mucha gente me condenó, nunca he lamentado haber dado aquel paso: si nuestros padres espirituales no son los primeros en dar ejemplo de libertad espiritual respecto de la mentira, ¿dónde podemos acudir en busca de dicho ejemplo?”.

El año 1970, poco tiempo después del escándalo internacional que supuso su expulsión de la Unión de Escritores por la que se le condenaba al silencio, Solzhenitsyn recibió el Nobel de literatura, un premio que no fue a recoger a Suecia pero cuyo discurso de aceptación se convertiría en una nueva y poderosa arma contra el totalitarismo comunista. La publicación del primer volumen de Archipiélago Gulag en París en diciembre de 1973 provocó la furia de las autoridades soviéticas. Se desataron los ataques, las calumnias, las amenazas, pero Solzhenitsyn ya había pasado por el infierno y no iba ahora a ceder. Las oleadas de persecución que rompían contra su persona y que aparentemente iban a ahogar al indefenso escritor iban pasando y no hacían más que engrandecer su figura. Algunos, pocos pero valientes, salieron en su defensa: Sajarov en la Unión Soviética, Saul Bellow, en Estados Unidos. Lo que, unas décadas antes habría acabado en su asesinato, desembocó en la mera expulsión del país. Quien pensaba que así se lo sacaban de encima estaba muy equivocado: el testimonio de Solzhenitsyn llegaría a partir de ahora con más fuerza si cabe al mundo entero, primero despreciado por los comunistas y sus compañeros de viaje en Occidente, pero finalmente imponiéndose como sólo lo puede hacer lo verdadero.

Ya en Occidente, Solzhenitsyn continuará siendo el insobornable profeta que no dudará a la hora de decir lo que ve y lo que piensa, a pesar de que pueda resultar incómodo o de que incluso algunos le puedan acusar de desagradecido. Seguirá siendo siempre la voz que denuncia la maldad intrínseca del comunismo y apoyará a quienes, como Reagan, no aceptaban convivir con ese mal y apostaban por derrotarlo y enviarlo a la basura de la historia. Pero al mismo tiempo denunciará también todo aquello que veía corrupto en Occidente. Su discurso en Harvard, en 1978, denunciaba vigorosamente el antropocentrismo que insistía obsesivamente en los derechos humanos olvidando su contrapartida, las obligaciones humanas. Richard pipes, que se contó entre los asistentes, explicó su impacto así: “Habíamos escuchado un demoledor ataque contra el Occidente contemporáneo, por su pérdida de coraje, por sus excesos, por su autoengaño”. George Will comparó a Solzhenitsyn con un profeta del Antiguo Testamento, “que no daba respiro y que provocaba una reacción que dejaba al descubierto la complacencia de la sociedad”.

El tiempo no ha dejado de engrandecer a Solzhenitsyn, su testimonio personal y, sobre todo, su obra, continuamente reeditada y que sigue estando cargada de sentido para nuestros tiempos. Los males que Solzhenitsyn veía en Occidente no han dejado de extenderse, cual metástasis mortal, y quienes, olvidando o, peor aún, rechazando saber, proponen una vez más la ideología comunista como esperanza para la humanidad, vuelven a ocupar portadas y a engañar a pobres incautos. Es por ello que necesitamos volver a escuchar la voz de Aleksandr Solzhenitsyn y que leer (o releer, o dar a leer) sus obras y esa otra obra única que constituye su vida debería ser una de las tareas a emprender con urgencia.

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