Obama sobre Hiroshima: Ínfulas, arrogancia y brindis al sol

Obama sobre Hiroshima: Ínfulas, arrogancia y brindis al sol

Hace tres semanas el presidente Obama dio un discurso histórico en Hiroshima: por primera vez un presidente estadounidense hablaba en el lugar en el que su país lanzó la primera bomba atómica, el 6 de agosto de 1945, provocando más de 140.000 muertes (se calcula que 80.000 más murieron en Nagasaki).

No, Obama no pidió perdón, como algunos esperaban, pero largó un discurso de esos que le salen tan bien, un discurso en el que desde su pedestal juzga a la humanidad desde el alborear de la historia hasta el presente. Un discurso que, escribía Michael Cook, fue una joya de la oratoria… en la que no dijo realmente nada.

De hecho, Obama se remontó a la prehistoria, como si fuera el narrador de un documental de mediodía en La 2, para afirmar que “nuestros ancestros aprendieron a hacer cuchillas de sílex y lanzas de madera y usaron estas herramientas no sólo para cazar, sino contra sus semejantes”; para luego animarse a profetizar sobre un futuro “que podemos elegir, un futuro en el que Hiroshima y Nagasaki sean recordadas no como el amanecer de la guerra atómica sino como el principio de nuestro despertar moral”. Como observarán, por elocuencia y pretenciosidad no será.

Nada de concreciones y todo de imágenes utópicas y anuncios grandilocuentes, un terreno en el que Obama se siente como en casa y que no supone ningún compromiso real. Una retórica utópica de desarme y pacifismo solo unos días después de que, en su visita a Vietnam, el mismo Obama anunciara la retirada de la prohibición de la venta de armas a ese país, abriendo así un nuevo y prometedor mercado en un país, Vietnam, cuyas violaciones de los derechos humanos son notorias. Clamar por el desarme y abrir nuevos mercados para tu industria armamentista en un solo viaje, mientras engatusas al mundo entero, no está al alcance de muchos.

Pero volviendo a su discurso de Hiroshima, hay que reconocer que Obama sonó en muchos momentos como un emotivo predicador protestante. He aquí un ejemplo:

Hace 71 años, en una mañana luminosa, sin nubes, la muerte cayó desde el cielo y el mundo cambió para siempre. Un relámpago de luz y un muro de fuego destruyeron una ciudad y demostraron que el hombre poseía los medios para destruirse a sí mismo.

¿Por qué venimos a este lugar, a Hiroshima? Venimos para reflexionar sobre una fuerza terrible desencadenada no hace tanto tiempo. Venimos para llorar por los muertos, incluyendo los más de 100.000 japoneses, hombres, mujeres y niños, miles de coreanos y una docena de norteamericanos que estaban prisioneros.

Sus almas nos hablan. Nos piden que miremos en nuestro interior, que pensemos en lo que somos y en lo que podríamos llegar a ser”.

Hay poesía en sus palabras, es indudable, pero también hay irresponsabilidad (la muerte cae del cielo, como por arte de magia, y no por decisión de unos hombres concretos) y una apelación al autoexamen que, en tanto abstracta, no obliga a nada. Es imposible negar que estamos ante una gran pieza de oratoria de un telepredicador… impropia de un gobernante. Se confirma así que Obama siempre se ha sentido más cómodo en su papel de predicador, lejos de la siempre molesta realidad, que haciendo de gobernante y sufriendo la frustración asociada al mundo real e imperfecto, tan por debajo de sus utópicos discursos.

El mismo Michael Cook señala los rasgos que Obama reitera siempre en sus discursos y que son, diríamos, marca de la casa:

  1. Empieza expresando su compasión hacia la gente humilde golpeada por fuerzas que les superan  (siempre fuerzas impersonales, sin nombre ni apellidos)
  2. Desde el Olimpo de los dioses, nos presenta un fresco de la historia en el que las naciones, de modo inexplicable, se comportan con maldad (todo ello aderezado en una peculiar combinación de arrogancia e ignorancia).
  3. Declara pomposamente que todas las religiones, las ideologías y las naciones son, de algún modo, culpables (todos, eso sí, menos él)
  4. Hace un vago llamamiento a una renovación moral al estilo de un predicador cristiano (pero sin base en que fundamentarla, limitándose a la pura soflama emotivista).

Todas estas referencias aparecen en la inmensa mayoría de discursos de Obama. Unos discursos, sigue Cook, en los que se echan en falta al menos dos aspectos:

  • Consistencia: al final, Obama, por muchas palabras hinchadas y aunque quizás tenga una visión diferente de sí mismo, no deja de ser un político más, lanzando ataques con drones y protegiendo a quienes, con el aborto, matan a miles de niños cada año (y que además son importaba donantes en sus campañas).
  • Una filosofía moral sólida en la que basar nuestras acciones. Tras los fuegos de artificio retóricos, es imposible saber cómo distinguir el bien del mal, a no ser que aceptemos que la calificación moral de los actos la defina ese dios que se ha dignado descender del Olimpo para ser presidente de los Estados Unidos y ganar un Nobel de La Paz.

De hecho, Obama ni siquiera mencionó el meollo de la cuestión: ¿Era legítimo lanzar la bomba atómica sobre Hiroshima? ¿Fue una acción moralmente lícita?

Una vez establecido que Hiroshima no era un objetivo militar prioritario y que se sabía que la inmensa mayoría de las víctimas iban a ser civiles, la justificación habitual se basa en el hecho de que sería el único modo de evitar un número mayor de muertos, el provocado en el caso de que Estados Unidos hubiera tenido que conquistar Japón, casa por casa.

Aunque hay que ser muy cuidadoso con los futuribles, creo que se puede conceder que, a tenor de la actitud irreductible de los japoneses en las islas previamente conquistadas por los norteamericanos, el cálculo de bajas previsibles en una invasión convencional hubiera podido perfectamente ser superior a las causadas por la bomba atómica. En este vídeo del profesor de Historia de Notre Dame, Father Wilson Miscamble, se argumenta esta postura.

Algunos no compartimos esta visión. El patriarca del movimiento conservador estadounidense, Russell Kirk, fue muy crítico con la decisión de usar la bomba atómica y escribió en su libro Un programa para conservadores lo siguiente: “Ahora que poseemos poder hemos hecho con él lo que los hombres siempre han hecho con él: lo hemos empleado abominablemente. No estoy diciendo que los nazis o los japoneses militaristas lo hubieran empleado mejor o que los comunistas lo vayan a usar con compasión; al contrario, estoy seguro de que lo hubieran usado con incluso mayor escarnio. Pero esto no nos excusa […]. Nosotros, los norteamericanos, hemos sido los primeros en conseguir esas herramientas de masacre masiva y las hemos usado como los romanos usaron las suyas contra Cartago. Un puñado de individuos tomaron la determinación de extirpar las poblaciones de Nagasaki e Hiroshima; nosotros debemos tomar la determinación de impedir la posibilidad de estas decisiones. Los conservadores deben exigir de su nación una política de paciencia y prudencia. Una guerra preventiva, sea o no un éxito en el campo de batalla, sería moralmente ruinosa para nosotros”.

Quienes pensamos así creemos que la calificación moral de un acto no puede determinarse sólo por sus consecuencias (que es lo que defiende él consecuencialismo), sino que es necesario analizar la acción en sí. No compartimos el viejo principio de que el fin, en este caso minimizar las muertes, justifica los medios. Aún si con el asesinato de un solo inocente nos fuera posible detener una masacre, ese asesinato no estaría justificado, por ser un acto malo en sí mismo. Esto significa que, en ocasiones, el resultado de no cometer una acción mala puede ser la muerte de muchos inocentes. Dilema terrible, no hay por qué ocultarlo, y demasiado desagradable para Obama, que prefiere seguir en las nubes del utopismo, pero que funda (o socava) toda una civilización.

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