De la inutilidad del diálogo con el consejo de los impíos

De la inutilidad del diálogo con el consejo de los impíos

La BAC publicó hace ahora aproximadamente un año un libro del reputado filósofo alemán, Robert Spaemann, Meditaciones de un cristiano. Sobre los salmos 1-51. Probablemente no vaya a ser un superventas, pero les aseguro que quien se acerque a él encontrará  mucha enjundia en estas meditaciones, más profundas que extensas. Es lo que me ha ocurrido a mí durante estos días de asueto.

Ya el comentario al primer salmo nos da el tono de lo que vamos a encontrar en esta sugerente obra, que nos hace redescubrir la plena actualidad de los salmos, siempre tan ricos, siempre tan bellos, siempre tan adecuados a cada momento.

El salmo hace referencia al “consejo de los impíos”. Escribe Spaemann: “La impiedad es aquella orientación fundamental en la que el hombre rechaza a Dios o vive como si no existiera. El impío se pone a sí mismo, como individuo o como colectivo, en el centro a partir del cual juzga lo que es bueno y lo que es malo, lo que es bello y lo que es feo, lo que ha de hacerse y lo que ha de omitirse”. ¿Cómo no reconocer aquí uno de los rasgos más característicos de nuestro tiempo, en el que los hombres no aceptan otro criterio que el suyo mismo y en el que creen que pueden decidir, a su antojo, sobre cualquier cosa, pretendiendo incluso reconfigurar la naturaleza?

Pero el salmo no habla sólo de impíos, sino de un consejo formado por estos. Comenta Spaemann al respecto: “en esta comunidad no reina, ciertamente, una auténtica paz porque, donde los hombres se erigen en el centro, donde construyen una torre babilónica, allí impera la confusión babilónica… Ahora bien, en lo que respecta a la perspectiva antropocéntrica los impíos están, con todo, unidos. La base común de este consejo es que no cabe una hipótesis sobrenatural. Quien elige el camino de la bienaventuranza no frecuenta este consejo, ya que no puede entenderse con aquellos cuya premisa fundamental es la mentira“.

O sea, que no es que haya impíos que vayan por libre, que los hay, sino que forman un consejo, una comunidad, basada en la negación de Dios y de lo sobrenatural, una comunidad radicalmente secular, naturalista y cerrada a toda trascendencia, cuya sola referencia contemplan con horror. Y hay más: quien intenta no ser impío se aleja de ese consejo, no trata siquiera de entrar en diálogo con él, pues sabe que todo diálogo es imposible con quien usa otro lenguaje, con quien miente por principio. Puede parecer que existe diálogo, y los buenos pueden, ingenuamente, incluso congratularse y pensar que hemos acercado posturas. Se engañan: es otra de las mentiras de los impíos. Cuando parece que acercamos posturas, en realidad lo que promovemos es la confusión: los buenos creen que están hablando sobre algo mientras que los impíos usan las mismas palabras pero con otro sentido, irreconciliable, pues la mentira y la verdad no pueden encontrarse en un inexistente término medio (basta leer a Aristóteles para comprender que su tan citado como desconocido término medio es otra cosa). Lo recalca Spaemann más adelante: “el lenguaje del consejo de los impíos no es el lenguaje de los bienaventurados“. Es pues un diálogo de sordos, como el diálogo que podrían tener, por ejemplo, un esquimal y un zulú, estéril por naturaleza.

Otra cuestión, de vital importancia, es que a veces quienes intentamos seguir por el camino de los justos nos desviamos y tomamos la senda de los impíos, a menudo incluso con buenos pretextos, y si no fuera por el amor misericordioso de Dios acabaríamos extraviados y adoptando la visión y el lenguaje de los impíos.

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