Las raíces judías de la misa

Las raíces judías de la misa

Mi familia tiene la costumbre de ir a Lourdes cada mes de septiembre (algún año fallamos, pero intentamos hacer un esfuerzo para iniciar el curso allí). A esta costumbre familiar añado yo la costumbre particular de visitar las librerías del lugar. Este año me llamó la atención un libro titulado Las raíces judías de la misa, obra de Jean-Baptiste Nadler, un sacerdote de la Comunidad del Emmanuel.

El libro, que ya prometía en su índice, no me ha defraudado y creo que se puede calificar de apasionante. En concreto, me ha servido para comprender mejor aquello de que Jesús no vino a abolir la Ley y los profetas, sino a darles cumplimiento, algo que se observa meridianamente en la misa.

El libro analiza básicamente los tres ámbitos en los que se despliega la liturgia judía: el Templo, la sinagoga y el hogar (la liturgia doméstica es muy importante), para ponerlos luego en relación con la liturgia cristiana.

La liturgia del Templo es esencialmente sacrificial y gira en torno al altar, con un marcado paralelismo con la liturgia de la Eucaristía. El rito del sacrificio se inicia con la entrega a un levita del animal que se ofrece y que éste entrega al sacerdote. Este gesto lo volvemos a encontrar en el ofertorio de la misa. También es digno de notar cómo cuando el sacrificio no es un holocausto (en ese caso se consume por el fuego la ofrenda en su totalidad), sino un sacrificio de comunión, una parte del sacrificio es reservada para quienes lo ofrecen que, al consumirla, se convierten en comensales del Señor. Asimismo, explica Nadler, en la liturgia de Kipur, el gran día del perdón, la sangre del sacrificio era aspergida tanto sobre el pueblo reunido como sobre el Arca de la Alianza, haciendo de Israel y del Señor “consanguíneos”. Otro aspecto de la liturgia del Templo que es evocada en la misa es el incienso que manifiesta y honra la presencia de Dios, como lo hacía la nube que acompañaba al pueblo judío en el desierto.

En cuanto a los ritos de la sinagoga, estos se centran en la lectura solemne de la Torah y de los salmos, acompañados por oraciones de intercesión y bendiciones, por lo que encontramos su huella, dentro de la misa, en la liturgia de la Palabra. La sinagoga, que sustituye como lugar de culto primordial al Templo tras la destrucción de éste, mantiene su orientación hacia Jerusalén, un gesto que quería hacer manifiesto que la oración de la asamblea se dirige hacia el Santo de los Santos.

Por su parte, la liturgia familiar llega a su culmen con la fiesta de la Pascua, en el marco de cuya celebración instituyó precisamente Jesús la Eucaristía.

Estas liturgias judías van dejando entrever lo que resulta obvio, a pesar de que no nos hayamos fijado mucho: “los primeros cristianos vivían el culto de la Nueva Alianza como la verdadera continuidad de los ritos de sus padres”. De hecho, vemos cómo los primeros cristianos siguieron cumpliendo los ritos del Templo y frecuentaban la Sinagoga. Sabemos también que muchos de los primeros cristianos eran sacerdotes (“el número de los discípulos en Jerusalén aumentaba considerablemente, e incluso un buen grupo de sacerdotes había aceptado la fe” Hechos 6, 7). Los elementos de continuidad son abundantes, aunque no se trata de una mera copia, sino de un llevar a cumplimiento. Así, resulta muy interesante ver cómo la menorá judía se transforma en la cruz rodeada de cirios que presiden el altar cristiano (los cristianos de Oriente aún colocan una menorá en el altar, delante de la cruz).

Hace poco escribía aquí sobre los argumentos que justifican la celebración Ad Orientem, por lo que no me resisto a reproducir lo que escribe el autor de este libro a propósito de la orientación del culto:

“Todo el culto judío, tanto si se celebra en el Templo, en la sinagoga o en casa, se orienta hacia un mismo punto focal: el Santo de los Santos, en Jerusalén. De la misma manera, el culto eucarístico tiene orientación. En la liturgia de la Palabra Cristo, Verbo de Dios, y la Iglesia, su Esposa, dialogan cara a cara; es por ello que el ambón, lugar de proclamación de las lecturas, está dirigido hacia la nave en la que está la asamblea. Pero luego, unidos por el diálogo que acaban de tener, Cristo y la Iglesia se vuelven juntos hacia Dios Padre, quien recibe toda adoración y toda gloria. Es pues el Cristo total, cabeza y cuerpo (la asamblea de los fieles), quien se dirige a su Padre en el Espíritu Santo […].

Durante la aplicación de la reforma litúrgica salida del concilio Vaticano II se generalizó la costumbre de que el sacerdote esté en el altar de cara a la asamblea. Este modo de hacer no aparece en los textos del concilio, pero es permitido por las rúbricas del misal. Esto no impide que una de las formas de estar en el altar continúa siendo estar en el lado de la asamblea, con ella, orientado hacia el ábside de la iglesia y hacia la cruz. Tenemos una indicación en la preparación a la comunión, cuando el misal precisa «El sacerdote, vuelto hacia el pueblo, dice en voz alta: “Dichosos los invitados a la mesa del Señor” […] Luego el sacerdote, vuelto hacia el altar, dice en voz baja: “Que el cuerpo de Cristo me guarde para la vida eterna”». Estas indicaciones muestran que el sacerdote se encuentra en ese momento entre la asamblea y el altar. El cardenla Ratzinger, en su libro El espíritu de la liturgia, ha profundizado en las razones antropológicas de esta orientación común del sacerdote y de los fieles”.

Pues ya ven: la orientación Ad Orientem entronca con la liturgia judía del Templo de Jerusalén y es uno de los gestos que Cristo no vino a abolir, sino a llevar a su cumplimiento.

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