Nos jugamos mucho en Wyoming

Nos jugamos mucho en Wyoming

Es probable que casi nadie se haya enterado en nuestro país, pero el desenlace del juicio que se inició el 17 de agosto en el Tribunal Supremo de Wyoming puede tener un importante impacto en nuestro futuro.

El caso empezó hace más de año y medio, poco después de que el décimo circuito del tribunal de apelaciones declarase inconstitucional la decisión de Wyoming de definir el matrimonio como lo obvio y universal: la unión de un hombre y una mujer. Preguntada la juez Ruth Neely por un periodista acerca de la posibilidad de realizar matrimonios entre personas del mismo sexo, Neely respondió que si alguna vez se veía en esa tesitura ayudaría a los demandantes a encontrar a alguien que lo hiciera, pero que ella no lo haría. Una respuesta bastante respetuosa y prudente.

En realidad, la juez Neely lleva sirviendo como juez municipal en Pinedale, Wyoming, desde hace 21 años y, como tal, no le corresponde celebrar matrimonios. La pregunta, no obstante, tenía sentido, pues Neely aceptó un trabajo a tiempo parcial como magistrada del circuito judicial, un puesto no retribuido que le autoriza, aunque no le obliga, a celebrar matrimonios. En cualquier caso, al lobby homosexualista le parecieron unas declaraciones ofensivas, inadmisibles, indignantes, que justificarían la “muerte social” de quien las expresó y que les llevó a querellarse contra Neely, solicitando su inhabilitación para cualquier puesto judicial, el castigo más severo contemplado para cuestiones de este tipo.

No pierdan de vista esto: la juez Neely ni siquiera se ha negado a celebrar un matrimonio entre personas del mismo sexo. Se ha limitado a expresar su voluntad de no realizarlos.

Los argumentos de la acusación son para asustarse. Por un lado la acusan de un sesgo que la incapacitaría para juzgar adecuadamente. O sea, que por afirmar lo que enseña la Biblia acerca del matrimonio (la juez Neely es luterana) uno se convertiría, ipso facto y de modo irrevocable, en alguien incapaz de juzgar con justicia.

Además, en una carta privada que ha salido a la luz, la juez Neely califica ciertos comportamientos como pecado, lo que ha provocado que quienes exigen su cabeza se hayan rasgado sus vestiduras. Como señalan sus defensores, Alliance Defending Freedom, la acusación confunde voluntariamente la diferencia entre pecado y delito. Pecado es una categoría teológica, una ofensa contra Dios. Delito es una categoría jurídica, la quiebra de una ley. Son dos planos distintos. Por ello en nuestra civilización se concibe que puedan existir pecados que no sean delitos. No así en aquellos contextos en los que no existe distinción entre ámbitos: tanto en la sharia islámica como, por ejemplo, en algunos experimentos teocráticos de los primeros colonos puritanos en Norteamérica en los que la Biblia era la ley. Pero en todo el mundo occidental asumimos que la ebriedad, el adulterio, la avaricia son pecados que, en sí, no son delito. Esta distinción ha sido aplicada por todo el mundo desde hace siglos, también en los Estados Unidos, también por parte de jueces, sin confusión entre pecado y delito y sin que haya dado lugar a injustas condenas para nadie. Pero ahora, en contra de toda evidencia y sentido común, los acusadores de Neely pretenden que la creencia de una juez acerca de lo que constituye pecado la inhabilita para ejercer su trabajo. Además, si así fuera, en buena lógica no deberíamos detenernos en el caso de la homosexualidad y aquellos que piensen que, siguiendo con el ejemplo anterior, el adulterio es pecado, al no existir ninguna ley que califique el adulterio como delito, quedarían automáticamente descalificados para ejercer como juez pues su sesgo “antiadulterio” les impediría juzgar adecuadamente. Si llevamos este pintoresco argumento hasta el final solo podrían ejercer como jueces aquellos escépticos para los que nada está mal, nada es pecado, o aquellos positivistas para los que los únicos comportamientos inadecuados, los únicos “pecados”, son aquellos que trasgreden las leyes escritas en cada momento. Con dos efectos previsibles: carestía probable de jueces e inquietante amoralidad en los que sí se considerasen aptos.

Los acusadores de la juez Nelly también sostienen que al expresar en público su oposición a los matrimonios entre personas del mismo sexo, la juez habría hablado en contra de la ley del país. Lo que plantea una interesante cuestión: ¿cualquier postura crítica con una ley descalifica a un juez para ejercer como tal?

La contradicción es evidente: con anterioridad a 2014 los matrimonios entre personas del mismo sexo en Wyoming eran contrarios a la ley en vigor allí y sin embargo algunos jueces (empezando por algunos de los dirigentes de las asociaciones que han denunciado a la juez Neely) se mostraron en público en contra de la ley y a favor de una redefinición del matrimonio. Entonces a nadie se le ocurrió aplicar el criterio del que ahora acusan a Neely, y si alguien hubiera sugerido que todos los jueces que se expresasen así debían ser inhabilitados inmediatamente por hablar en público contra la ley del estado, probablemente hubiera sido linchado mediáticamente bajo la acusación de ser un peligroso totalitario. ¿Qué ha cambiado desde 2014 hasta hoy? Que ahora quien puede ser condenado ya no son los promotores de la redefinición del matrimonio sino sus opositores. Bonita lección esa de usar una argumentación o la contraria según me beneficie o no.

Ya ven que lo que está en juego son cuestiones de envergadura, entre otras cosas la capacidad de alguien que crea en lo que afirma la Biblia de ser un ciudadano de pleno derecho (o, por el contrario, de ver restringido su acceso a ciertos oficios en base a sus creencias) y la posibilidad de efectuar juicios públicos preventivos con el fin de asustar a los potenciales disidentes. Un nuevo totalitarismo enseña cada vez con mayor descaro la patita. Veremos si los diques existentes serán suficientes para frenarlo.

 

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