Lecciones de San Eulogio para nuestros días

Lecciones de San Eulogio para nuestros días

Al-Andalus y la Cruz, el libro de Rafael Sánchez Saus sobre los avatares de los cristianos mozárabes, es una obra que encierra lecciones inesperadas. El libro, que recorre un amplio periodo comprendido entre los inicios del siglo VIII y el fin de la cristiandad andalusí en el siglo XII, destaca por su rigor y documentación, sin por ello caer en academicismos, por lo que su lectura es altamente provechosa para cualquiera que desee tener un criterio sólido sobre el periodo objeto del estudio, algo especialmente necesario dado el alud de distorsiones que sobre la presencia musulmana en España se abalanza sobre nosotros.

Entre las cuestiones abordadas por Sánchez Saus no podía faltar la controvertida de San Eulogio y los mártires de Córdoba. Sin embargo, señala atinadamente el autor, para comprender esos sucesos es importante retroceder y entender bien cómo funcionaba el sistema de «dimma», ese sometimiento al que los cristianos mozárabes estaban sujetos por la ley islámica. Aplicado con cierta laxitud y flexibilidad inicialmente, actitud en la que influyó sin duda el pequeño porcentaje que la élite dirigente musulmana representaba en la España recientemente conquistada, se fue imponiendo lentamente con cada vez más rigor, acompañando el cambio demográfico y las corrientes de mayor pureza islámica que cuajaron en la península. En cualquier caso, el mito de la convivencia y tolerancia entre religiones en Al-Andalus se desmorona con un estudio serio que, por el contrario, desvela que la dimma actuó “como medio de control y explotación de las poblaciones sometidas, a las que prepara para la progresiva islamización”. Todos los bienes de los dimmíes, los cristianos en tierra musulmana, pasaban a formar parte del fay, es decir, pasaban a pertenecer a la comunidad musulmana y solo se podía reclamar su usufructo, tras el pago del impuesto correspondiente, que podía llegar a alcanzar la mitad de la cosecha. La jizya o capitación, por su parte, representaba “la compra del derecho a la vida en el seno de la comunidad islámica”. A estos impuestos se sumaban otras restricciones sobre los derechos y libertades, como por ejemplo la prohibición de montar a caballo, de llevar vestidos distinguidos o de poseer armas, así como la preeminencia del testimonio en juicio de cualquier musulmán sobre cualesquiera cristianos, estableciendo así un estado de sujeción y humillación que iba restringiendo el espacio vital de los cristianos y que se ha revelado siempre como un eficaz instrumento de islamización.

Llegamos así hasta el siglo IX, momento crítico para la cristiandad mozárabe que vivía en Al-Ándalus: debilitada por las apostasías provocadas por la dimma y por las migraciones a los territorios cristianos del norte, la arabización de estas comunidades es fuerte y, en muchos casos, un primer paso para la islamización completa. ¿Por qué no asumir el lenguaje de quien detenta el poder? ¿Por qué no asumir también su vestimenta? Son detalles que no afectan a lo esencial. ¿Por qué no, incluso, evitar las cuestiones polémicas que provocan desunión y represalias por parte del poder político, en aquel entonces musulmán?

En este contexto aparece lo que Sánchez Saus llama «movimiento martirial», en el que destaca San Eulogio de Córdoba. Los primeros episodios martiriales fueron ajenos a Eulogio: un sacerdote, llamado Perfecto, expresó lo que la Iglesia enseña sobre Mahoma en una conversación y, a pesar de negarlo ante el cadí, fue condenado a muerte precisamente por el valor de la palabra de los musulmanes que lo acusaban. Fue entonces cuando se reafirmó en sus palabras sobre Mahoma, siendo martirizado en 850. Seguirán, como un goteo, los casos: los primeros involuntarios, para después llegar a quienes se presentaban voluntariamente ante las autoridades musulmanas para expresar la doctrina católica y la falsedad de la musulmana. Pero “en la Córdoba omeya de mediados del siglo IX era ya imposible una conversación que abordara los principios de las religiones presentes”: existía una religión, la musulmana, que era la que el poder establecía como única legítima y quienes no la compartían debían someterse a una precaria tolerancia que, como hemos visto, estaba diseñada para presionar y favorecer a favor de la apostasía (que era el camino que muchos tomaban, quizás con bastante que perder en términos materiales y por tanto descartada la emigración a los reinos cristianos). Como señala Sánchez Saus, las acciones de los mártires ponían de relieve “la imposibilidad que la dimma impone de evangelizar, de defender las ideas propias con la palabra”. El Memorial de los Santos, escrito por San Eulogio, insiste en defender a los mártires de las acusaciones de algunos de sus correligionarios que los acusaban de provocadores y de poner en peligro las migajas de las que aún disfrutaban. Escribe el autor que “denota la tibieza en la que desde hacía tiempo había caído buena parte del clero mozárabe, que no sólo daba por buena la situación de indigna opresión, también la imposibilidad de defender la fe ante sus enemigos y proclamar la Verdad en momentos en que se articulaba una enorme ofensiva contra ella para procurar la islamización de la población”. Aún así, fue Recafredo, en ese momento arzobispo de Sevilla, quien insta el encarcelamiento de Eulogio y del obispo de Córdoba, Saúl. El goteo de mártires, no obstante, no cesará, llegando hasta el propio Eulogio, el año 859, y continuando hasta bien entrado el siglo X. No faltaron los críticos, los que se desmarcaron con horror de esa medida extrema (que el propio San Eulogio afirma que no es para todos), pero la Iglesia reconoció la santidad de esos mártires.

Estamos pues ante un momento histórico caracterizado por un poder que quiere imponer su credo y que restringe cada vez más derechos y libertades con el fin de que toda la población lo abrace, un lento declinar de quienes no comulgan con ese credo precisamente por la enorme presión ejercida, unos actos a la desesperada que ponen en evidencia la injusticia de las pretensiones de ese poder, su carácter tiránico, y que hacen reaccionar a muchos de quienes se resisten a someterse, y por último, la crítica despiadada de quienes han encontrado su hueco, miserable pero hueco al fin, en el entramado que ha ido tejiendo ese poder y que observan con pánico cómo aquellos mártires lo ponían en riesgo.

Uno no puede dejar de pensar que si, en el credo que el poder político busca imponer, sustituimos “islam” por “ideología de género”, los paralelismos son altamente reveladores.

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