En Francia no diga ‘banlieues’, diga territorio comanche-musulmán

En Francia no diga ‘banlieues’, diga territorio comanche-musulmán

Lo explica Pablo González de Castejón en estas mismas páginas: “El telón de acero ya no está en el Este sino en el Oeste. Europa occidental se ha llenado de musulmanes y sufre las consecuencias del yihadismo. Pero la del Este, contraria a la política de Welcome Refugees y con escasa inmigración musulmana, está a salvo de la amenaza”. Y lo demuestra con fríos datos, señalando la correlación entre porcentaje de población musulmana y atentados yihadistas.

La cuestión clave es que los defensores de la inmigración indiscriminada consideran a los emigrantes como meramente homo economicus, personas que pueden ocupar puestos de trabajo y a los que se puede contabilizar en las estadísticas oficiales. Pero son mucho más: con ellos traen una cultura, unas creencias, un modo de comportarse, unas costumbres… Como ya se ha señalado, nuestros países tenderán a asemejarse a los países de origen de los inmigrantes que recibamos en proporción a su cuantía e influencia. Y es aquí donde entran en juego factores que no habíamos calculado en las ecuaciones economicistas a las que somos tan aficionados.

Es lo que están descubriendo, trágicamente, en Francia, donde la población musulmana alcanza casi el 9% del total. Allí, o más bien dicho, en las banlieues, los barrios en los que se concentra la población musulmana, se ha convertido en una especie de ritual el que cada Nochevieja los jóvenes se diviertan quemando coches aparcados en las calles. Una costumbre cuya única novedad es el auge del fenómeno: de 935 automóviles quemados el 31 de diciembre del año pasado, la noche que marca el paso de 2017 a 2018 asistió a la quema de 1.031. Y esto a pesar del despliegue de 140.000 agentes de policía y gendarmes en todo el territorio francés. Los arrestos también han aumentado, pasando de 456 a 510.

Los intentos de explicación de este estallido anual de vandalismo son diversos y van desde quienes señalan el tedio nihilista en que viven estos jóvenes, hasta la búsqueda de una vía para canalizar protestas o alcanzar notoriedad dentro del grupo. Aunque también hay quien señala que se aprovecha para deshacerse de automóviles usados en la comisión de un delito o en un fraude a compañías de seguros. Estas dos últimas explicaciones señalan a lo que es una evidencia para cualquier observador que ose pasearse por las banlieues francesas: han proliferado en nuestro vecino del norte áreas donde la ley no se aplica, territorios que están en manos de grupos que imponen sus propias reglas.

Es lo que se constata en un par de sucesos acaecidos también este fin de año. En el suburbio parisino de Champigny-sur-Marne, docenas de jóvenes musulmanes golpearon salvajemente a una pareja de policías. Un agente, mujer de 25 años, fue empujada y derribada para ser pateada en el suelo mientras algunos miembros de la banda grababan los hechos y los subían, orgullosamente, a las redes sociales. Su compañero, un oficial de 37 años, también fue derribado, pero consiguió sacar su arma y hacer huir a los agresores. La noche siguiente, en las cercanías de Stains, Sena-Saint-Denis, se produjo un incendio en un bloque de casas de protección oficial. Acuden los policías y, tras llegar al tercer piso derriban una puerta y consiguen salvar a tres niños que habían quedado atrapados allí. Al salir a la calle son recibidos con pedradas por parte de los jóvenes que se habían concentrado allí. “Esa pandilla de jóvenes no entendieron que no habíamos ido a arrestar a nadie”, se quejaba un agente de policía. Y es que, aunque vayan a jugarse la vida en ayuda de personas en peligro, la policía francesa es vista como el enemigo en estas zonas donde impera una ley que no es la de la República francesa.

En este contexto no sorprenderá la epidemia de suicidios que se extiende entre los agentes de seguridad galos. En los primeros diez meses de 2017, 47 policías franceses y 16 gendarmes se quitaron la vida; solo en la segunda semana de noviembre, 8 agentes y 2 gendarmes pusieron fin a sus días. En la última década, ha habido más de 700 policías suicidas. Con el siguiente retrato robot: varones, de cuarenta años, casados y con dos hijos. La sensación constante de tener que actuar en territorio hostil, rodeados por el desprecio y el odio, en jornadas agotadoras sometidos a una tensión inhumana explican esta trágica plaga. A menudo esto lleva a crisis matrimoniales, separaciones y divorcios, que en ocasiones son el detonador que lleva al suicidio. Una tragedia que se está convirtiendo en crónica entre una profesión obligada a trabajar día y noche en territorios donde hierve una revuelta nihilista de los hijos de la tercera generación de la emigración magrebí.

Una emergencia, pensarán ustedes… aunque lo cierto es que estos datos, incómodos y que cuestionan el discurso oficial, reciben poca atención. Mientras ocurría esto, el presidente Macron, en su discurso de Año Nuevo, explicaba cuál es su principal preocupación: “He decidido desarrollar nuestro sistema legal para proteger la vida democrática de las noticias falsas (fake news)”, anunció, para a continuación detallar su proyecto para censurar “plataformas, tweets, webs… que inventan rumores y noticias falsas”. Y no es que sea fan de las fake news, pero me huelo que al final todo esto servirá para silenciar a quienes señalan lo que se sale del discurso oficial, como por ejemplo esta plaga de suicidios policiales o la proliferación de zonas donde ya no rige la ley común y que, oh casualidad, están pobladas mayoritariamente por musulmanes.

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