¿Qué podemos aprender de los curas juramentados franceses?

¿Qué podemos aprender de los curas juramentados franceses?

El acuerdo secreto entre el Vaticano y el régimen comunista chino ha provocado que muchos miren al pasado, buscando situaciones análogas para intentar vislumbrar cuáles pueden ser los resultados de dicho acuerdo. La Francia napoleónica, el México callista, los países europeos del otro lado del telón de acero, la Inglaterra anglicana, el Vietnam contemporáneo, son momentos que estudiamos buscando un poco de luz.

En este contexto me ha parecido especialmente revelador el artículo publicado en el último número de la revista Catholica por Pierre-Marie Lalande sobre la actuación del clero juramentado en la Francia de la revolución. Me parece que arroja luz no solo sobre el caso chino, sino en general sobre la Iglesia en los momentos que nos ha tocado vivir. En concreto, me ha llamado la atención estos aspectos que señala Lalande en su interesantísimo escrito:

  • El clero juramentado fue utilizado por los revolucionarios como eficaz agente de control social.

Este clero asumió que debían ponerse al servicio de la Revolución, al principio, en bastantes casos, con renuencia, incluso aceptándolo como mal menor. Pero en la década que dura el experimento hay un claro, progresivo y constante deslizamiento hacia la asimilación plena de los postulados revolucionarios. Inicialmente su actuación es vigilada de cerca por los clubes y sociedades revolucionarias, más adelante han asimilado tanto su discurso y mentalidad que ya no es necesaria esa supervisión. Las dinámicas de grupo y la emulación con respecto a sus pares sustituyen los medios coercitivos (amenazas, violencias, encarcelamiento o deportación) empleados inicialmente.

  • La justificación que aparece en las proclamas de los sacerdotes constitucionales, muy especialmente entre los obispos intrusos que expulsaban a los obispos fieles a Roma de sus sedes, es la llamada a la caridad. “Las leyes positivas cesan de obligar ante la ley más santa de la caridad y la misericordia”, declaran los obispos constitucionales de la Asamblea en su respuesta colectiva al episcopado refractario fiel a Roma. Uno de los nuevos obispos juramentados, Lindet, exige a los obispos fieles a Roma que dejen paso libre en nombre de los “deberes de caridad cristiana”. Según sus argumentaciones, el fin superior de la paz social exigiría a los sacerdotes refractarios que abandonen sus sedes y parroquias; resistirse a ello es la prueba de su falta de caridad. Vemos que el recurso distorsionado a una falsa caridad y a una falsa misericordia no es algo nuevo, sino que tiene una larga historia.
  • Creo que vale la pena detenerse en lo que escribe el abbé Hervier, antiguo religioso agustino, en el discurso previo al Te Deum celebrado en Notre Dame el 25 de septiembre de 1791 por la adopción de la Constitución: “Unos han pretendido salvarse por la fe, otros por la caridad; unos están atados a las reglas canónicas, otros a los decretos patrióticos, unos son ultramontanos, otros franceses. Es una disputa bastante parecida a la que hubo entre San Pedro y San Pablo. San Pedro quería convertir a los gentiles conversos a observar las ceremonias de los judíos. San Pablo le reprocha vivamente este atentado contra la libertad pues conocía los principios al ser ciudadano romano”. Hervier manipula aquí para presentar su traición y desobediencia como un enfrentamiento dialéctico en el que la fe es presentada como un aferrarse a las leyes canónicas, a la que opone una caridad que sigue los decretos patrióticos en nombre de una mayor bien para el pueblo cristiano. Y fíjense que, en su manipulación, transforma la postura de San Pablo, que ya no riñe a San Pedro en nombre del Evangelio, sino desde su posición de ciudadano romano y en nombre de las leyes del Imperio. En cualquier caso, la próxima vez que oigan confrontar una fe que se aferra a las nomas canónicas con una caridad que las supera, ya saben cuál es el origen de este planteamiento.
  • En el fondo, lo que contemplamos con la vivencia del clero juramentado es la eterna tentación, bien vigente en nuestros días, de sacrificar la integridad del mensaje cristiano para obtener del poder político un espacio de comodidad y tolerancia, por muy miserable  y precario que sea. Es lo que Lalande, apropiándose de la terminología utilizada por Romano Amerio, designa como un “cristianismo secundario, un cristianismo reducido a servir de medio a la apoteosis de la civilización moderna”.
  • Un corolario de esta identificación de la caridad con la adhesión a los decretos de la Asamblea es que quienes se oponen a ella son descalificados de la forma más brutal concebible, pues al cerrarse a la llamada de la caridad no hay otra posibilidad que el que sean plenamente malvados.
  • La labor de este clero revolucionario fue importante para extender entre el pueblo, sobre todo en el ámbito rural, las ideas de la Revolución. A medida que interiorizaron la lógica revolucionaria se fueron desplazando hacia el culto a la Razón y al Ser Supremo y, finalmente, tuvieron un papel destacado durante el Terror delatando a sus antiguos compañeros en el sacerdocio. Si, como hemos dicho antes, aquellos eran tan anticaritativos y malvados, era saludable que la Nación se librara de ellos. Finalmente, muchos de estos antiguos curas juramentados acabarán siendo maestros e inspiradores del catecismo republicano, confiando en que la educación pública y laica continuaría la obra iniciada por los “curas patriotas”.
  • En el proceso de transformación del clero juramentado tuvo un papel decisivo el fin del celibato, impuesto por ley. Así el sacerdote juramentado cortaba todo vínculo con el pasado papista, se integraba en la nueva sociedad revolucionaria y reafirmaba su fidelidad al nuevo poder.
  • Otro aspecto con evidentes resonancias actuales es la reducción del papel del sacerdote a una especia de “oficial de la moral”. El principal deber del sacerdote juramentado será “hacer germinar las virtudes cívicas en el corazón de los fieles” (una tarea, por cierto, que han asumido también como principal tantas escuelas católicas hoy en día). El obispo juramentado Lindet escribirá que la religión “presenta a los hombres consuelos, motivos de seguridad, les anima a la virtud y los preserva del crimen”, por lo que sería imprudente eliminarla. Argumento utilitarista que lleva en sí el germen de su propia caducidad.

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