¿Es el creyente un consumidor como cualquier otro?

Lo que estamos viviendo a propósito de la pandemia da para muchos ríos de tinta, especialmente porque el coronavirus ha hecho más evidente algunas tendencias que ya estaban presentes entre nosotros y o no veíamos aún con claridad o preferíamos no verlas. También en lo que se refiere a la Iglesia y su modo de estar presente y actuar en nuestros días.

Hay mucho sobre lo que levantar acta, analizar y reflexionar. Entre los análisis que vengo leyendo estos días hoy me ha llamado la atención lo que escribe Olivier Roy en L’Observateur sobre la consideración de la Iglesia en nuestro mundo y, también, sobre la ausencia (con excepciones) de un mensaje desde la fe acerca del sentido de la pandemia

Les dejo con el artículo de Roy:

¿Es el creyente un consumidor como cualquier otro?

El 18 de mayo el Consejo de Estado ha ordenado el levantamiento de la prohibición de reuniones en lugares de culto. El gran politólogo Olivier Roy analiza aquí los argumentos utilizados por la Iglesia para obtener su reapertura.

Frente al Covid-19, las grandes religiones (cristianismo, islam, judaísmo) han reaccionado, al menos en Europa, de la misma manera: el clero y las instituciones dominantes han llamado a los fieles a seguir las normas sanitarias impuestas por los Estados seculares, lo que implica la prohibición virtual de la práctica religiosa colectiva (misas, cultos, rezos, peregrinaciones, grandes fiestas religiosas como la Pascua, Pésaj y Ramadán). El argumento presentado para convencer a los fieles es un principio de ética religiosa proclamado por las tres religiones: no se debe poner en peligro la vida de los demás. Es un argumento que no es específicamente religioso, ya que obviamente es compartido por los no creyentes. Es por lo tanto un argumento más ético que teológico.

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MacDonalds antes que la iglesia

Sin embargo, después de Pascua, un malestar que al principio estaba latente terminó expresándose abiertamente, sobre todo entre los católicos: ¿por qué mantener las iglesias cerradas si los fieles están dispuestos en tomar precauciones? La razón estriba en que el Estado no considera la práctica religiosa como una «necesidad esencial» que justifique la apertura de los lugares de culto. Es entonces cuando la Iglesia Católica se da cuenta con horror de que ese laicismo que decía respetar y haber integrado se vuelve en su contra, no en la confrontación, sino en algo mucho peor, en la ignorancia e indiferencia hacia lo religioso. Porque la prohibición de las reuniones religiosas no sólo debe ser vista como una intempestiva explosión de laicismo francés: el gobierno italiano ha tomado las mismas medidas, igual que Alemania y la mayoría de los estados americanos. En esta lógica tanto cultural como política la necesidad espiritual viene después de las otras y se sitúa en el mismo nivel que el yoga, la meditación o incluso la lectura de «En busca del tiempo perdido»: un pasatiempo solitario en un rincón del apartamento. Lo dice el propio Ministro de cultos (y del interior) Christophe Castaner, quien cree que «la oración no necesita necesariamente de un lugar de encuentro» (LCI, domingo 3 de mayo).

¿Y por qué no la confesión por Skype y la comunión por Amazon? El desconfinamiento prioriza el McDonald’s antes que la iglesia, la mezquita o la sinagoga; en Italia el gobierno ha abierto los museos antes que las iglesias, como si la religión viniera después de la cultura, o peor, no tuviera nada que ver con la cultura. Sin embargo, no se puede sospechar que Macron, Merkel o Conte estén aprovechando para ajustar cuentas con la Iglesia.

Casi peor que la persecución, la indiferencia

El problema es más simple y más grave: la práctica religiosa es vista, tanto por los políticos como por la opinión pública, como algo «opcional», individual y que concierne sólo a una comunidad entre muchas. Los cristianos son privados de la misa como los aficionados al fútbol son privados de los partidos. Esta indiferencia es casi peor que la persecución, sobre todo porque los gobiernos tienen la sincera impresión de que no están violando la libertad religiosa mientras que uno pueda practicarla en casa o en internet, algo que ni siquiera pueden hacer los aficionados al fútbol.

No obstante, la ley de 1905 (hay que recordarlo siempre) no expulsó la religión a la esfera privada sino que reguló la práctica religiosa en el espacio público. Así pues reconocía el carácter público y colectivo del «culto». Pero si la ley apenas ha cambiado, el lugar de la Iglesia Católica en la sociedad y el de la religión en general se han transformado radicalmente. La sociedad se ha descristianizado, no es que solamente se haya secularizado; la Iglesia Católica se considera cada vez más como una comunidad de fe entre otras muchas más, ya que no sólo se ha reducido el número de cristianos practicantes (en torno al 5%), sino que también ha perdido a los cristianos «nominales» o «culturales», que ya no se reconocen a sí mismos en lo que es hoy la expresión pública más visible de la Iglesia.

Además, el auge del Islam ha alterado profundamente la percepción de la religión en general en la sociedad francesa. En un contexto de descristianización rápida desde los años 1960, este auge ha provocado un endurecimiento de las normas laicas, impulsadas tanto por la izquierda republicana (para la que existe una continuidad entre el anticlericalismo del siglo pasado y la crítica del islam en la actualidad), como por el movimiento que algunos califican ahora como islamófobo, que defiende un cristianismo identitario separado de la fe y de las enseñanzas de la Iglesia. El espacio de la visibilidad y la práctica religiosa se ha reducido, llevando a todas las religiones a una misma marginación.

La Iglesia: una comunidad de consumidores de bienes sagrados

Incluso si la Iglesia ha sido muy consciente de la reducción de su peso en la sociedad, se ha creído inmune a la creciente religiofobia. Ahora tiene que asumirlo de golpe: la policía interrumpe misas «clandestinas», a menudo tras las denuncias de los vecinos, ¡como si fueran «vulgares musulmanes»! La Iglesia creía que su lealtad a la laicidad republicana le conservaría cierta primacía que incluso el protocolo republicano le había respetado hasta ahora (hay un «obispo castrense», mientras que las otras religiones sólo tienen «capellanes en jefe»). Tras el incendio de Notre Dame, donde se vio desposeída de su catedral, erigida en «patrimonio nacional», la Iglesia debe levantar acta del fin de su relación especial con el Estado (aunque haya sido una relación de «amor-odio» durante más de un siglo) y de su reducción a la condición de mera comunidad de consumidores de bienes sagrados entre muchos otros.

¿Y cómo ha reaccionado la Iglesia? Pues precisamente presentándose como una comunidad particular, la de los consumidores de bienes sagrados: «queremos la misa, la confesión, la eucaristía». Apela pues a la libertad religiosa inscrita en la ley y en la constitución: el derecho no sólo de creencia y opinión, sino también de práctica dentro de un marco colectivo. Pero al basar su reivindicación en los derechos humanos y en los derechos de las minorías, confirma no sólo su marginación, sino también su «autosecularización», es decir, la inclusión de su actividad en el marco de una asociación de consumidores como cualquier otra (encontramos este argumento recurrente: «si los museos (o los MacDonalds, o los supermercados) están abiertos, ¿por qué no las iglesias?» La religión sería, por lo tanto, una categoría, ya no es universal. Ciertamente, este enfoque es el único que puede presentarse ante el Consejo de Estado, o incluso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Es perfectamente legítimo y eficaz para conseguirla apertura de los lugares de culto.

Pero es interesante constatar que la Iglesia no ha hablado nunca (o casi nunca) de manera «religiosa» sobre la epidemia (aunque varios sacerdotes o filósofos católicos lo han hecho a título personal). La Iglesia habla de conciliar la racionalidad médica y los derechos de los creyentes, como si presintiera que un enfoque religioso de la epidemia, en términos de sentido (¿qué significa la epidemia para la humanidad?), sería inaudible. Como resultado, no tiene ni discurso ni acción universalista. La Iglesia se comporta como un sindicato de católicos.

Politólogo y especialista de las religiones, Olivier Roy es profesor en el Instituto universitario europeo de Florencia.

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