El futuro pos-Trump: el debate Ahmari-French

Son muchos quienes aún no se han recuperado de la llegada de Trump a la Casa Blanca. Imprevista, sorprendente, disruptiva, increíble… pero ahí está el personaje, cabalgando de escándalo en escándalo, superando impeachments mientras reduce el desempleo a su mínima expresión y avanzando con paso firme hacia su reelección. Pero no voy a volver sobre los hechos y dinámicas que auparon a Donald Trump a la presidencia de la nación más poderosa del mundo: Trump ha sacudido la política norteamericana y sus equilibrios, de eso no hay duda, pero está por ver qué permanecerá cuando abandone el poder. Tras su primer mandato, en noviembre sabremos si va a dirigir los Estados Unidos durante cuatro años más, pero en cualquier caso, Trump desaparecerá del foco como muy tarde en 2024. ¿Cómo será el movimiento conservador norteamericano para ese entonces? ¿Qué aspectos del trumpismo serán interiorizados por el Partido Republicano y cuáles descartados como una anomalía temporal?

Tres enfoques

Por el momento hay al menos tres enfoques. El primero aboga por la recuperación del fusionismo, esto es, la posición mayoritaria entre los republicanos desde tiempos de Goldwater y Buckley.  En síntesis, el fusionismo es el movimiento político que intenta combinar posiciones socialmente conservadoras con una defensa del libre mercado, un gobierno limitado y una involucración activa en política internacional. Es la plataforma que supo reunir bajo la “gran tienda” a conservadores sociales, liberales clásicos, libertarios y neocons, con un fuerte componente anticomunista en aquellos tiempos de Guerra Fría y que consiguió llevar a Ronald Reagan hasta la presidencia de los Estados Unidos.

El segundo enfoque consistiría en una prolongación del trumpismo sin Trump, manteniendo el énfasis en las cuestiones y las políticas que han llevado a Donald Trump hasta la Casa Blanca, con el evidente riesgo de no movilizar a suficiente electorado en ausencia del controvertido pero carismático líder. Por último, cada vez son más quienes descartan un fusionismo que consideran que ya no responde a la realidad estadounidense, pero que al mismo tiempo consideran que Trump ha aprovechado una situación pero no tiene una visión de futuro consistente. Son quienes creen que el futuro pasa por proponer algo nuevo que incorpore los aciertos intuitivos de Trump y descarte sus excesos y contradicciones, una propuesta que no está aún completamente definida y sobre la que existe una interesante discusión. En palabras de William Voegeli, “no se trata de cambiar el conservadurismo por el trumpismo, sino más bien de elaborar un conservadurismo para el siglo XXI que integre el trumpismo absorbiendo lo que la nominación y elección de Donald Trump han revelado sobre los Estados Unidos y sobre las limitaciones del movimiento conservador”. Es lo que Christopher DeMuth escribía en la Claremont Review of Books: “Una cosa es cierta: cuando el Presidente Trump acabe su mandato, el movimiento conservador y el Partido Republicano no serán lo mismo. El resultado no será un punto intermedio entre Trump y John Kasich, sino más bien una nueva formulación de lo que significa ser conservador en nuestros días”.

Una reformulación a la que conservadores y republicanos llevan décadas dándole vueltas sin acabar de conseguir el éxito del fusionismo original. Desde la caída de la Unión Soviética, lo que supuso la victoria norteamericana en la Guerra Fría, los intentos han sido variados: el Contrato con América de Newt Gingrich, el Conservadurismo Compasivo inicial de George W. Bush y, tras el trauma del ataque contra las Torres Gemelas, la Guerra contra el terrorismo, o también el Tea Party, han sido intentos de reconfiguración que no han conseguido consolidarse plenamente.

La reconfiguración del Partido Demócrata

Más exitosa ha sido la redefinición operada en el Partido Demócrata. El antiguo partido que basaba su fuerza en una coalición de minorías (católicos irlandeses, italianos, judíos…) y de trabajadores de cuello azul y sus sindicatos, ha dado paso a un nuevo partido que hace de la ingeniería social, la corrección política y la promoción de políticas de identidades su plataforma política. El progresismo abrazado por los demócratas trata de segmentar a la población en grupos de identidad (mujeres, homosexuales, hispanos, negros…) y favorecer a aquellos que se definen como víctimas. Al mismo tiempo, los medios de comunicación, las universidades y las escuelas, mayoritariamente alineados con este enfoque, no dejan de adoctrinar en cuestiones de raza, sexo y climatología, generando una hegemonía cultural que parte de una visión de la historia de los Estados Unidos que la reduce a una larga sucesión de injusticias y explotación. El Partido Demócrata se ha constituido en adalid de la diversidad; una diversidad, no obstante, que como escribía John Fonte en The American Mind, “no significa ya lo que solía significar (el pluralismo tradicional resultado de intereses, ideas, talentos y oportunidades diferentes en el seno de una sociedad libre). Hoy la diversidad significa que la sociedad está dividida en grupos étnico-raciales, de género y de orientación sexual adversarios entre sí. Tenemos a los grupos dominantes opresores (hombres, blancos, cristianos, heterosexuales, angloparlantes nativos) y los grupos de víctimas marginalizados y oprimidos (mujeres, minorías étnicas y lingüísticas, LGTB, inmigrantes ilegales)”. Esta plataforma, siempre a la búsqueda de nuevos villanos a los que castigar, es dinámica y sus fronteras son inestables y fluidas. Como indicaba Adrian Vermeule en First Things, “ayer la frontera era el divorcio, la contracepción y el aborto, luego fue el matrimonio del mismo sexo, hoy es el transgenderismo y mañana puede ser la poligamia, el incesto consensual entre adultos o quién sabe qué. Desde el punto de vista progresista, lo esencial es que la nueva cuestión provoque oposición de las fuerzas de la reacción, que será derrotada de modo público y dramático gracias a la movilización de las fuerzas del progreso”.

La irrupción de Trump

En este contexto, nadie esperaba el advenimiento de Trump… pero Trump apareció y, sin un programa especialmente elaborado ni consistente, y contra todo pronóstico, se alzó con la victoria. Como escribía William Voegeli, “Trump ha demostrado ser, como político, impredecible y errático, un líder cuya estridencia y salidas de tono no son lo que los norteamericanos esperan de un presidente”. Pero este singular personaje fue capaz de conectar con la gente como ningún otro líder republicano. Como escribía R.R. Reno, “Trump se dirigió a los conservadores sociales sin rodeos. No reiteró los habituales discursos sobre nombrar jueces que “respeten la Constitución “. En vez de eso, les prometió que nombraría jueces pro-vida. No les prometió proteger la libertad religiosa: les prometió que felicitaría con un “Feliz Navidad”. De forma repetida y desacomplejada violó una y otra vez los cánones de la corrección política, que es al brazo policial del proyecto cultural progresista”. Y añade: “su mensaje a los votantes no fue “crearé oportunidades y crecimiento económico”, sino “os defenderé”; su mensaje no fue “la diversidad es nuestra fuerza”, sino “América para los americanos”; su mensaje no fue “nuestra tarea es liderar el mundo”, sino “mi tarea es cuidar de vuestros intereses”. Trump fue visto como alguien ajeno a la desacreditada clase gobernante tradicional (a la que pertenecen tanto el republicano Jeb Bush como la demócrata Hillary Clinton), alguien que quiere promover el orgullo de ser norteamericano por encima de la atomización de la política de identidades, alguien también que aprovecha los miedos y se dirige a los olvidados por el progreso. En palabras de Steve Bannon en la Conservative Political Action Conference de 2017, alguien, en definitiva, que ha tenido la habilidad de encarnar tres principios fundamentales: la soberanía nacional, el nacionalismo económico y la deconstrucción del “Estado administrativo”, ese “Estado profundo” que regula cada vez más aspectos de la vida y lo hace de manera crecientemente autónoma, cada vez más desligada del control de los cargos electos. Para acabar de trazar este retrato de Trump y el trumpismo, hay que señalar que el apoyo a Trump fue también un rechazo al consenso establecido por los grupos dirigentes tanto del Partido Republicano como del Partido Demócrata, por las élites gobernantes, cada vez más desligadas de los intereses nacionales. No es de  extrañar que dos áreas clave para Trump sean las que afectan a la inmigración y el comercio exterior: son ámbitos dominados por las agencias del Estado administrativo y donde existe un consenso que no es compartido por su base de electores, precisamente los perdedores de esta situación.

Alternativas para después de Trump

¿Qué tomar y que descartar de esa amalgama de ideas y políticas que han catapultado a Trump a la Casa Blanca?

Aquí llegamos al gran debate, una discusión intensa y apasionante que ocupa paginas y más páginas (de papel y en la web) en el que, en el fondo, cada quien destaca lo que más le agrada o considera más valioso de Trump y propone que eso sea uno de los rasgos del conservadurismo post Trump.

Así, John Fonte, dando voz a los straussianos de la Costa Oeste, insiste en que el gran objetivo post Trump debería ser deconstruir el Estado administrativo y “deslegitimar el leviatán cultural” que le da soporte. Adrian Vermeule, en American Affairs, propone, por el contrario, una especie de entrismo en las estructuras del Estado para cambiar su orientación. DeMuth propone por su parte que, frente al progresismo que apuesta por la política de identidades, la “rearticulación del conservadurismo debería aspirar a dar forma y sustancia al renacer nacionalista”.

R.R. Reno, editor de First Things, elabora una argumentación que amplía el campo del debate. En su opinión, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha vivido una permanente dinámica de desregulación: en el campo económico, laboral, financiero, pero también en el campo de la moral y costumbres. Pero este consenso se ha quebrado porque, en la balanza entre quienes salen favorecidos y quienes salen perjudicados de esta dinámica, son cada vez más numerosos los segundos. Desde trabajadores que ven cómo sus industrias se deslocalizan a afectados por el debilitamiento de los vínculos familiares, las víctimas de este proceso desregulatorio no dejan de crecer. Trump tuvo la habilidad de detectar este fenómeno y aprovecharlo, quebrando el consenso al respecto y prometiendo un retorno a una mayor regulación que las protegería. Es consecuente con este planteamiento que las medidas más emblemáticas de Trump vayan en esta línea: tanto la ampliación del muro con México como los aranceles a las importaciones son medidas proteccionistas que revierten la tendencia del último medio siglo.

Un momento importante en este debate fue la publicación, en la revista First Things, de un manifiesto titulado “Contra el consenso muerto” y firmado por importantes intelectuales y publicistas conservadores, que afirma que es imposible un retorno al consenso conservador pre-Trump que, consideran, colapsó en 2016. Se le entierra con honores, reconociéndole su papel heroico en la derrota del comunismo, pero se afirma que su insistencia en defender la autonomía individual ha ayudado, de hecho, al advenimiento de la tiranía progresista que amenazan los Estados Unidos. El conservadurismo habría asumido la visión libertaria del ser humano y de la sociedad, olvidando cuál es el fin de la vida en común y dejando de lado “las verdades permanentes, la estabilidad de las familias, la solidaridad comunal”. El manifiesto acaba proponiendo un “nuevo nacionalismo que se oponga al ideal utópico de un mundo sin fronteras que, en la práctica, lleva a una tiranía universal”.

El debate Ahmari-French

Pero este debate, en el que han participado una infinidad de intelectuales, se ha personalizado en la alternativa entre dos personajes que encarnarían caminos opuestos en cuanto al futuro del conservadurismo estadounidense. De un lado Sohrab Ahmari, un iraní que emigró a los Estados Unidos, pasó por el marxismo, se convirtió al catolicismo (acaba de publicar un libro autobiográfico explicando su evolución) y que en la actualidad es op-ed en The New York Post. Ahmari, uno de los firmantes del anterior manifiesto, escribió una columna titulado “Contra el «davidfrenchismo»”, en la que singularizaba el tipo de conservadurismo al que se opone en la figura de David French, el abogado cristiano evangélico, conocido por sus combates judiciales en defensa de la libertad religiosa, colaborador de National Review y exponente de los nevertrumpers. Ahmari, usando como ejemplo paradigmático de lo que se nos viene encima el caso de una actividad infantil en una biblioteca pública de Sacramento protagonizada una drag queen, reconocía todo lo bueno que ha hecho David French, pero acusaba a quienes piensan como él (combinando el clásico conservadurismo fusionista con un modo de plantear las cosas siempre mesurado, educado y respetuoso) de falta de comprensión de la realidad. Para Ahmari ya no se puede pretender que las instituciones sean neutras: probablemente nunca lo han sido, pero ahora es evidente que no lo son. Su insistencia en que el fin del gobierno es proteger la libertad individual nos ha llevado a un punto en el que cada vez son más rocambolescos los colectivos que afirman que, para preservar esa autonomía individual, “se tiene que afirmar positivamente nuestras opciones sexuales, nuestra transgresión, nuestro poder para desfigurar nuestros cuerpos naturales y redefinir lo que significa ser humano”. Ahmari propone cambiar el énfasis de la libertad individual al bien común de la sociedad y usar los poderes públicos para promoverlo.

La respuesta de David French no se hizo esperar y, más allá de la defensa de su posición personal, funda su argumentación en que si le das poder al Estado para prohibir la actividad de la drag queen en la biblioteca pública también podrá prohibir una lectura de las Cartas del diablo a su sobrino de C.S. Lewis. O sea, que ante la imposibilidad de definir en qué consiste el bien común en nuestra pluralista sociedad, es preferible no darle más poder al Estado. Por otro lado, French no comparte con Ahmari su diagnóstico de que estamos en un momento de extrema gravedad. En opinión de French, Ahmari exagera: los activistas radicales en las universidades son muy desagradables, pero yo pude “vivir una vida feliz en una escuela de Derecho en el muy izquierdista Cambridge, Massachussetts”. En definitiva, afirma French, “no estamos ante una emergencia política que justifique el abandono del liberalismo clásico”.

Casi nadie ha permanecido al margen de este debate, que tiene como línea de fractura principal la valoración de la naturaleza y gravedad de las dinámicas promovidas por un progresismo que, derrotado parcial y momentáneamente por Trump en 2016, se presenta cada vez más amenazante. Para quienes siguen a Ahmari, el liberalismo clásico y la neutralidad de las instituciones públicas no pueden oponer un cortapisas eficaz a un progresismo que no duda en adoptar medidas crecientemente coactivas contra quienes no se ajustan a su visión del hombre y la sociedad. Los seguidores de David French continúan confiando en la Primera Enmienda y en el Tribunal Supremo. Catastrofismo o ingenuidad letal según de qué parte se esté, el debate Ahmari-French marcará el futuro del movimiento conservador estadounidense y tendrá un importante impacto en el mundo de las ideas políticas.

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