Para acabar con la sociología

Friedrich H. Tenbruck (1919-1994) fue un prestigioso sociólogo alemán que se inició en esa disciplina como asistente de Max Horkheimer en el Instituto de investigaciones sociales de Frankfurt y sucedió a Ralf Dahrendorf en la cátedra de sociología de Tubinga. Además Tenbruck no fue solo un teórico, sino que formó parte del equipo de sociólogos encargado del proceso de “desnazificación” en la Alemania de la posguerra.

Pero Tenbruck, lejos de cualquier interés corporativo, fue sumamente crítico con su propia disciplina, un cuestionamiento que expone ampliamente en su obra El hombre abolido o el triunfo de las ciencias sociales. Se trata de un libro extenso, detallado, que recorre las etapas de desarrollo de la sociología hasta la que considera su actual hegemonía y que, si bien nunca abandona un tono erudito, no se anda con medias tintas.

¿Cuál es la tesis de Tenbruck? Se podría resumir así: vivimos en un mundo dominado por la sociología y, en consecuencia, falseado. La sociología se presenta como análisis científico de la realidad social pero en realidad es instrumento de manipulación y configuración de esa realidad: engendra artificialmente problemas insolubles y suscita expectativas absurdas. Tenbruck llega a afirmar que la historia nos enseña que “una sociedad puede perecer por su incapacidad a reconocer sus verdaderas dificultades”. Se hace necesario, pues, librarse de la sociología si queremos comprender el mundo en que vivimos y mejorar nuestras condiciones de vida.

Tenbruck explica cómo las llamadas ciencias sociales (que, nos advierte, emplean la palabra «ciencia» en sentido impropio) se fundan en ignorar al hombre, de ahí el título de su libro: “puesto que la imagen que la sociología nos da de la historia y de la sociedad conduce, apenas menos que el marxismo, a la abolición del hombre, que en el mejor de los casos es sustituido por sus intereses materiales exteriores”. Es decir, al dejar de lado por principio otras motivaciones diferentes de los intereses, los aspectos no materiales y el vasto mundo interior de la persona, la sociología distorsiona y falsea la visión del mundo que nos ofrece y que tantos aceptan como si fuera científica y objetiva. El “hombre” sobre el que trabaja la sociología es, en realidad, un fantasma “enteramente determinado por sus condiciones sociales”. Las ciencias sociales se basan en una visión del mundo, escribe, en la que “el hombre se encuentra abolido a favor de los procesos sociales… y se convierte en el producto de la sociedad, productora de sus parámetros exteriores”. Corolario: ¡Ay del que no encaje en ellos!

De esta enmienda fundacional se deriva una radicalidad que puede sorprendernos, tan habituados como estamos a vivir en un mundo dominado por la sociología. No se trata de problemas particulares: Tenbruck afirma, provocadoramente, estar “firmemente convencido de la impotencia intrínseca” de las ciencias sociales.

Una impotencia que nace, no tanto de una grosera falsificación (que también en ocasiones), como de una operación de reducción, de dejar de lado ámbitos relevantes del obrar humano. Algo necesario para poder sostener enunciados generales, válidos en toda situación y contexto, que es lo propio de la ciencia. Mirándose en el espejo de las ciencias naturales, las ciencias humanas se ven obligadas a rechazar la acción equívoca e impredecible del hombre real, que debe encajar en el lecho de Procusto sociológico, “dejando deliberadamente de lado partes enteras de la realidad”.

¿Una mera cuestión teórica? Por desgracia no. La política, por ejemplo, bajo la influencia de la sociología, ha degenerado en mera habilidad en el manejo de los sondeos de opinión (el CIS de Tezanos es uno de los ejemplos más acabados de esta tendencia). Peor aún, explica Tenbruck desde su propia experiencia, que señala que las técnicas sociológicas interesan a aquellas instancias interesadas en controlar las relaciones sociales, en primer lugar al Estado, “con sus funcionarios, sus servicios y sus oficinas,… pero también los partidos y otras asociaciones que quieren de alguna manera actuar sobre el conjunto de la sociedad”. Los instrumentos de los que se valen son las “leyes, ordenanzas, disposiciones, oficinas, organismos, servicios… orientados a modificar en uno u otro sentido el modo de actuar de las personas”. Lo que lleva a Tenbruck a afirmar que “los organismos que se ocupan de los asuntos sociales: de los jóvenes, de los ancianos, de la familia, del matrimonio, del trabajo, de los espectáculos, del urbanismo, de las organizaciones profesionales… todos utilizan y aplican constantemente un saber producido por las ciencias sociales”. ¡Y esto lo escribía en 1984! Qué no diría viendo el bulímico entramado actual.

Tenbruck no duda en afirmar el carácter ideológico de la moderna sociología, que no es más que otra visión del mundo, en el sentido de que se presenta como “una representación de la realidad que descubre en la infinidad hasta ese momento absurda de los hechos un orden esencial a partir del que dar sentido a la vida”. Al igual que otras visiones seculares del mundo, ésta de las ciencias sociales busca “el orden que debe presidir la existencia humana, abolir el sufrimiento, la incertidumbre y el absurdo de las realidades terrestres”. El objetivo de los intelectuales que desarrollan estas ciencias sociales es “descubrir las leyes de la sociedad para prever el curso de las cosas, de modo que la sociología se convertirá de hecho el medio por el que el hombre escapará a la ciega arbitrariedad de sus condiciones materiales de existencia”. De aquí se derivan los rasgos de carácter religioso y la conciencia de la misión redentora de la sociología, que nos muestra que estamos ante una versión más de mesianismo secular que “extrae menos preceptos para la vida que directivas para organizar la colectividad”.

No pretendemos agotar lo  expuesto por Tenbruck en esta obra rica en ideas, me limitaré a señalar un par de cuestiones que me parecen especialmente estimulantes:

En primer lugar, señalaba ya Tenbruck hace cuatro décadas las dinámicas que han llevado a lo que hoy en día conocemos como “políticas de identidades”, pues las ciencias sociales, al someter la experiencia a “una codificación preestablecida, producen los mismos efectos que el marxismo que, allí donde se adueña de los espíritus, determina su percepción de la realidad y transforma así a los individuos, divide a las familias, forma grupos y movimientos y con todo esto fabrica la Historia”. No otra cosa es, por ejemplo, el movimiento LGBTI.

En segundo lugar, otro rasgo muy actual: “en una realidad que no consiste más que en «hechos sociales», es imposible identificar cualidades morales: cuando se manifiestan de manera evidente son interpretadas inevitablemente como la máscara de intereses colectivos o como el signo de un conformismo colectivo”. Es lo que ocurre con la descalificación, tan usual en nuestros días, de todo lo que se etiqueta como “heteropatriarcado”.

 

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