Locuras de género y porqué no hay modo de escapar de ellas

Jean-François Braunstein nos ha hecho un gran regalo con su libro “La filosofía se ha vuelto loca”: nos ahorra sumergirnos en un pestilente pantano de ideas enfermizas a cada cual más disparatadas. Él lo ha hecho y ha salido indemne para mostrarnos el delirio en que los filósofos que promueven la ideología de género o el antiespecismo chapotean.

Judith Butler, Peter Singer, John Money, Anne Fausto-Sterling, Tom Regan, Marta Nussbaum, Donna Haraway… desfilan por las páginas de este libro. Braunstein los ha leído y ha sobrevivido, ahorrándonos el trance. Y no sólo eso, sino que nos explica lo que estos autores plantean, con abundantes citas y mostrando la enorme influencia que tienen en la configuración de nuestras sociedades contemporáneas.

No es que Braunstein no argumente en contra de los postulados de estos “filósofos locos”, aunque en varias ocasiones querríamos que se explayara más, que diseccionara más la locura que proponen, mostrara sus aporías y fundamentara más su réplica. Pero no importa mucho, porque la gracia de esta obra es que va a los textos originales y nos los presenta en toda su literalidad. No es necesario mucho más. Son muchos quienes no han leído a Butler y conceden algún viso de credibilidad a la ideología de género, pero es leerla y comprender su absoluta falsedad. Lo mismo ocurre con Singer o con cualquiera de los autores citados. Sus citas literales son cargas de profundidad que hacen saltar por los aires sus pretensiones de verdad. Sólo mentes muy desquiciadas pueden prestarles crédito tras leerlos detenidamente.

Un ejemplo bastará para entender que la misma exposición de lo que dicen estos autores es la mejor arma para mostrar su falsedad. Uno puede sentirse más o menos dispuesto a concederles “derechos” a los animales. Se imagina a animales torturados y entiende que eso está mal, aunque no es consciente de hasta dónde puede llevarle esos supuestos buenos sentimientos que, como insiste una y otra vez Braunstein, acaban abriendo la puerta a los peores horrores. Y entonces lee a Kymlicka y Donaldson, que argumentan que los animales domésticos forman una comunidad cooperativa con los humanos (habría que ver qué se entiende por esos términos) y que conviene otorgarles la ciudadanía. Bueno, alguno, de buena fe, incluso pensará que es buena idea. Pero siguen, aplicando una lógica aplastante, sosteniendo que a cambio de esta ciudadanía los animales deben aprender a comportarse de manera socialmente aceptable, por ejemplo no mordiendo a la gente que se cruza con ellos. ¿Y el que lo haga? ¿Lo meteremos en la cárcel? Y continúan explicando que se les puede pedir que trabajen, pero en condiciones aceptables de seguridad y horarios: debe establecerse un “derecho laboral” para animales domésticos y reconocer un derecho a organizarse en sindicatos. ¿Se imaginan el sindicato de gatos reclamando horarios más compatibles con la vida familiar gatuna?

Ya con esto cualquiera se da cuenta de que es todo un absurdo y de que las premisas que llevan a estas conclusiones deben de ser erróneas por fuerza. Pero Kymlicka y Donaldson van embalados y dan un paso más: ¿qué ocurre entonces con los animales salvajes? Muy sencillo: hay que concederles “soberanía” porque constituyen naciones “soberanas” que se organizan por sí mismas y que deben de ser reconocidas por las instituciones internacionales. ¿Y cómo se hará esto? A través de humanos que las representarán. Por ejemplo, el representante de las gacelas de la sabana tendría un lugar en la ONU, al lado del representante de los leopardos. Ya nos podemos imaginar las apasionantes negociaciones entre ambos representantes de sendas naciones soberanas. Lo que resulta un poco más difícil es imaginar cómo estos representantes lograrán conocer lo que sus representados desean exactamente. ¿Se necesita argumentar más para dejar en evidencia la falacia de estos planteamientos?

Las cuestiones que van desfilando por el libro de Braunstein son numerosas y se agrupan en torno a tres grandes temas: género, animalismo y bioética, este último prestando especial atención al infanticidio (“aborto postnatal” lo llaman) y a las condiciones para declarar muerta a una persona y así poder disponer de sus órganos. Las falsas historias sobre las que se construye la ideología de género, el desprecio al cuerpo de la neognóstica Butler, la “amputamanía” o la abierta defensa de las relaciones sexuales con animales (siempre y cuando sean consentidas y “mutuamente satisfactorias” para todas las partes) darían para artículos enteros. Pero quiero señalar un aspecto que cita Braunstein y que me parece clave.

Anta tanta locura, la reacción natural de muchos es pensar que a él no le afecta. Que piensen lo que quieran, que deliren cuanto deseen, todas esas tonterías no nos afectan a la gente normal y sensata que, a pesar de todo, seguimos siendo una gran mayoría. Pero cuidado, advierte Braunstein al abordar el tema de la fluidez del género, cuando se separa la identidad de todo sustrato corporal, “dicha identidad se convierte en algo puramente «declarativo» y pasa a depender del reconocimiento y la aceptación por el entorno de la elección adoptada”. Y esto es fundamental. No les basta con afirmar que son tal o cual cosa: necesitan que el resto lo reconozcamos. Sin nuestro reconocimiento explícito sus declaraciones no tienen valor alguno. Por eso no nos pueden dejar tranquilos, nos obligarán a posicionarnos ante sus pretensiones porque, de otra manera, no serían nada, proclamas al viento que nadie escucharía. Y añade Braunstein: “de ahí la loca tendencia de los trans de toda índole a buscar que otros les garanticen la nueva identidad que pretenden haber adquirido”. Y esos otros somos todos nosotros.

Concluye nuestro autor: “habrá que requerir también la garantía de la lengua, que es la encargada de validar esas invenciones transgénero, e incluso la del Estado, que tiene la obligación de proveer de un estatus a las identidades más improbables”.  Se entiende ahora que la actitud, tan extendida, de considerar las pretensiones de género o animalistas como algo que no nos afecta es un planteamiento erróneo. Nos afectará, lo queramos o no, porque por su propia naturaleza necesitan de nuestra aprobación pública. Tendremos que hablar y comportarnos de acuerdo a esas delirantes pretensiones y no hacerlo será perseguido por el Estado como un crimen de odiosa discriminación. No son opiniones catastrofistas, es de pura lógica. Ya estamos en ello y, si no se desmontan las bases de tales pretensiones, esta dinámica será cada vez más invasiva hasta no dejar ni un espacio libre para la cordura.

 

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