Claude Quétel y la ruptura del mito de la Bastilla

Se quejaba Tocqueville en 1856 del enorme número de libros sobre la Revolución francesa que se habían escrito. ¡Qué no diría hoy en día!

Claude Quétel no opina como Tocqueville y en pleno siglo XXI se ha atrevido a escribir un nueva historia de la Revolución francesa titulada Crois ou meurs! Histoire incorrecte de la Révolution française. Un libro que ha provocado una viva polémica en Francia por su estilo directo y sin ningún respeto hacia la “historia oficial”.

El libro, escrito con buen ritmo y una profusa documentación, quiebra algunas de las construcciones historiográficas más extendidas. Empezando por la revolución buena de 1789 contra la mala de 1793: Quétel muestra con numerosos datos cómo la violencia, las amenazas, la tiranía del populacho, la arbitrariedad, los abusos y las trampas son rasgos que ya están presentes desde los albores de la Revolución. Baste como ejemplo la revisión de los hechos de la Bastilla (no en vano Quétel ha dedicado tres libros al tema) que desmontan por completo el mito que se construyó en torno a aquel suceso. Los liberadores de la Bastilla, a pesar de lo mucho que buscaron y rebuscaron, solamente encontraron a 7 presos: cuatro falsificadores en espera de juicio que aprovecharon para escaparse mientras los tres otros fueron paseados por las calles entre aclamaciones. El problema es que enseguida resulta evidente que dos de los tres son dementes que hay que encerrar al día siguiente en Charenton. El único prisionero víctima de la crueldad absolutista que se puede mostrar está preso por delito de incesto y pronto hay que apartarlo para no desprestigiar la memorable gesta. En definitiva, ni un prisionero presentable. Algo que no será problema para los revolucionarios, artistas de la propaganda y la manipulación: se inventarán un octavo prisionero, creación de su fantasía, un conde de Lorges, cubierto de cadenas y encerrado desde hacía 32 años que ocupa las portadas de las gacetas y panfletos y del que se informa que, cuando desorientado expresó no saber a dónde ir, la multitud, con una sola voz, le respondió: “la nación te alimentará”. Como se suele decir, así se escribe la historia.

Pero más incluso que algunas querellas históricas, llama la atención en el libro las muchas enseñanzas que se pueden extraer, a poco que uno se fije, perfectamente ajustadas a nuestros tiempos. Será que, para bien o para mal, vivimos en el mundo nacido de la Revolución francesa.

Empezando por el modo en que se configura la opinión pública y en particular sobre la influencia de las obras baratas y populares en contraposición a las obras caras y prestigiosas. Recoge Quétel al respecto una carta de Voltaire a d’Alembert en 1756 en la que podemos leer: “Querría saber que daño puede hacer un libro que cuesta cien escudos. Jamás veinte volúmenes in-folio harán una revolución: son los libros pequeños de treinta sueldos los que hay que temer. Si el Evangelio hubiese costado doscientos sestercios la religión cristiana nunca habría sido establecida”.

Otro de los mecanismos que funcionan hoy en día y que ya aparecen bien a las claras durante las jornadas revolucionarias es la descalificación absoluta de quien discrepa, que en palabras de Quétel “se convierte ipso facto en cómplice del oscurantismo y enemigo del progreso, es decir, del género humano”. No es que pueda estar errado, es que se convierte en enemigo del pueblo, que es muy distinto. Como escribe Taine, “como el jacobino es la Virtud, no se le puede resistir sin cometer un crimen”. Qué familiar nos suena todo esto.

Más aspectos sobre los que reflexionar, esta vez sobre la firmeza a la hora de gobernar. Aquí encontramos las palabras del ministro Turgot a Luis XVI en 1776: “No olvidéis jamás, Sire, que es la debilidad la que puso la cabeza de Carlos I en el tarugo” donde fue decapitado. Luis XVI no interpretó bien el consejo y tomó el peor camino, en una combinación fatal, como cuando llama a los regimientos suizos a Versalles pero no les ordena actuar, sin comprender que, en palabras de Quétel, “la amenaza sin acción es la peor de las soluciones” (una enseñanza que no se limita a la política y que se extiende a muchos otros ámbitos, incluido el de la vida doméstica).

Otro aspecto es el del tipo de político que se hace dominante: “Sabía que el hombre de genio habla más a los sentidos que al espíritu: también su gesto, su mirada, el sonido de su voz, todo, hasta su manera de peinarse, estaba calculado sobre un conocimiento profundo del corazón humano. Su elocuencia ruda, salvaje, pero rápida, animada, repleta de metáforas audaces, de imágenes gigantescas, dominaba las deliberaciones de la Asamblea. Su estilo duro, rocalloso, pero expresivo, abundante, hinchado con palabras sonoras, parecido a un duro martillo en manos de un hábil artista, modelaba a su voluntad a hombres a quienes no se trataba de convencer, sino de aturdir y subyugar”. Es la descripción que el marqués de Ferrières hace de Mirabeau, pero que encaja a la perfección a tantos líderes políticos desde entonces. Por cierto, que Rivarol, refiriéndose a Mirabeau, nos dejó esta perla a medio camino entre el elogio y la crítica: “es capaz de todo, incluso de una buena acción”.

Otra enseñanza del periodo revolucionario, de total actualidad, es la que deja por escrito Arthur Young, un agrónomo inglés de visita en París, que es testigo de la escasez de trigo en París en 1789. Young se percata enseguida de cuál es la actitud de los revolucionarios y escribe: “me parece que a los violentos amigos de los comunes no les molesta el alto precio del grano, pues es de gran ayuda para sus posturas y facilita así la apelación a los sentimientos apasionados del pueblo y facilita sus proyectos mucho más que si el precio fuera bajo”. Aquello de cuanto peor mejor ya lo vemos a pleno rendimiento en los albores de la Revolución francesa.

Llama también la atención la carta del intendente de Alençon el 18 de julio de 1789, en la que explica la situación que se vive en aquella localidad del noroeste francés conocida hoy en día por ser la localidad natal de Santa Teresita de Lisieux: “Las revueltas se multiplican y la impunidad de que se jactan, porque los jueces temen irritar al pueblo con ejemplos de severidad, no hace más que enardecerlos”. Un sabio comentario que ilumina la reciente historia de España.

Podríamos seguir mucho más, pero acabaré con el ambiente posterior a la caída de Robespierre, el post Terror, que tanto me ha recordado al postfranquismo. En cuestión de días  el gorro rojo, “glorioso ayer, de repente se convierte en objeto de oprobio”. París, ciudad sans-culotte, ahora es thermidoriana: se recupera el hablar de usted, el trato de Monsieur reemplaza a Ciudadano y el famoso pintor David, que antaño glorificara por ejemplo a Marat, diseña ahora el traje de los nuevos cinco directores que gobiernan Francia tras el golpe. Se llega incluso a que lo más “chic” sea tener un pariente guillotinado, que vendría a ser como el haber corrido delante de los grises.

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