La idolatría de la vida

Se ha escrito tanto sobre el Covid19 que resulta casi imposible añadir una nueva reflexión que no sea un disparate. Pero precisamente esto es lo que hace el matemático y filósofo Olivier Rey en un breve opúsculo titulado L’idolatrie de la vie. Ninguna sorpresa para quienes hayan tenido la suerte de leer el libro de Rey Engaño y daño del transhumanismo.

Empezando por traer un mirada histórica al asunto, cargada por cierto de sorpresas. Porque pandemias ha habido, hay y habrán, como también hambrunas y catástrofes naturales. Resulta muy ilustrativo analizar cómo se reacciona a las mismas y, en especial, en qué medida se hace responsable de ellas a quienes gobiernan. Habían existido, por ejemplo, hambrunas en Francia, con anterioridad a la Revolución francesa, de tremendas magnitudes: la de 1693-1694, en tiempos de Luis XIV, causó 1,3 millones de muertos sobre una población de 20 millones si, como hace Emmanuel Le Roy Ladurie, contamos el impacto de enfermedades y epidemias sobre unos organismos muy debilitados. Pero durante el siglo XVIII se produce un cambio: en la medida en que la administración controla, contabiliza, regula cada vez más todos los aspectos de la vida económica (principalmente agrícola por aquel entonces), y que actúa de modo también cada vez más proactivo ante las crisis, más se le exige al gobierno. Cualquier falta de subsistencias se considera culpa del gobierno (un poco como el chascarrillo italiano, “piove… ¡porco governo!”). Así, en 1789, una cierta carestía, mucho menos aguda que las vividas por ejemplo durante el duro invierno de 1709-1710, fue eficazmente utilizada para atacar al gobierno.

Surge así una paradoja que hoy vemos continuamente en acción: cuanto más poderosa es una institución y más capacidad tiene de solucionarnos problemas, más le exigimos, en una espiral siempre creciente, infinita, inalcanzable, que la convierten en impotente. Nos movemos en el ámbito de las realidades contra las expectativas. Por eso, ciertos periodos del Neolítico fueron momentos de opulencia (se disponía de gran cantidad de aquellos bienes que eran entonces concebibles), mientras que en pleno siglo XXI la penuria no es un horizonte inconcebible.

Y no se trata solamente de la salud o la economía; Olivier Rey añade el ejemplo gráfico de la enseñanza: se le exigió que los alumnos supiesen leer, escribir y hacer cálculos y, a partir de su éxito en estos objetivos, las exigencias no han cesado de crecer. Ahora, escribe Rey, le pedimos “educar en el vivir juntos, instilar una ética de la discusión, sensibilizar en el desarrollo sostenible, hacer evolucionar las mentalidades, promover una sociedad inclusiva, luchar contra el racismo y el antisemitismo, la homofobia y la transfobia, los prejuicios y los estereotipos de género, garantizar la excelencia para todos, desarrollar competencias psico-sociales, enseñar a comer equilibradamente, a dominar las nuevas tecnologías, a identificar y rechazar las fake news… la lista es infinita”. Y así, la enseñanza no puede hacer otra cosa que fracasar.

Otro tanto podría decirse de la Sanidad, a la que tendemos a exigirle la vida eterna y sin molestias. Si antes la muerte era vista como el final ineludible de la vida en la tierra, hoy tendemos a contemplar cada muerte como un fracaso del sistema de salud. La proliferación de denuncias y juicios contra médicos y clínicas a la que asisten desde hace años los Estados Unidos es otro aspecto de esta mentalidad para la que la muerte es, si no siempre, casi siempre,  imputable a un error médico, un fallo o deficiencia del sistema. Un sistema de salud que, en la misma lógica, requiere cada vez más y más recursos en un intento desesperado por conseguir, al menos, que la brecha entre lo esperado y la realidad no se haga más grande (recursos, por cierto, sólo concebibles en un contexto de intenso crecimiento económico, algo que los defensores de destinar más recursos a la sanidad pública al tiempo que claman por el decrecimiento parecen ignorar).

¿Cómo se ha generalizado esta mentalidad, que Rey designa como “idolatría de la vida”? ¿Cómo ha sido posible que la pretensión de eternizarnos aquí (la misma pulsión que subyace en el transhumanismo) se haya vuelto la más común? Olivier Rey utiliza el concepto de “salida de la religión” acuñado por Marcel Gauchet para explicarlo. No se trata, explica, de una desaparición de lo religioso, sino de que las sociedades, las mentalidades, ya no están marcadas, estructuradas por la religión. Si en el Credo se proclama la resurrección de los muertos (o sea, que sí, que primero vamos todos a morir) y la vida del mundo futuro, una creencia que condicionaba el modo de encarar la vida en el pasado incluso entre aquellos que habían perdido la fe, en las modernas sociedades occidentales este modo de contemplar la vida es cada vez más marginal, concentrándose ahora toda la atención sobre la vida presente. Un modo de contemplar la vida que, por ósmosis, llega incluso a conformar, aunque sea parcialmente y de modo inadvertido, la mentalidad de muchos creyentes.

La fórmula “salvar vidas”, que parece que todos compartimos, se interpreta de maneras muy diversas. ¿”Salvar” es mantener las funciones vitales el máximo de tiempo posible o aún es posible hablar de aquel “salvar tu alma” por la que tenía sentido perder la vida? ¿Y de qué vida hablamos, de la meramente terrenal o de aquella eterna que nos espera en la patria celestial? Distinciones que, lo estamos viendo, no resultan baladíes, como podemos observar en el trato dado a los cadáveres. Esos cuerpos sin vida, errores del sistema de salud, ya no son más que un residuo con el que no sabemos muy bien que hacer: almacenados lejos de la mirada de los vivos, nos precipitamos a incinerarlos y a enviar la urna, con unas cenizas que confiamos que sean las que nos dicen ser, a sus propietarios. El contraste con el modo de tratar a los cadáveres en las sociedades cristianas no puede ser mayor.

Otro ejemplo: en las letanías de los santos, recuerda Rey, los fieles le piden al Señor que les libre de una muerte súbita e imprevista, le piden, en definitiva, disponer de una última oportunidad para ponerse en paz con Él y con aquellos a quienes puedan haber ofendido. Hoy pedimos lo contrario: “una mayoría de personas estiman que la muerte más deseable es aquella que, tardía e imprevista, sucede durante el sueño, sin que uno se dé cuenta”. Ya que todavía existen errores y hemos de morir (aunque, nos aseguran los transhumanistas, ya ha nacido la persona que no morirá jamás… y no se refieren ni a Jesucristo ni a los santos), mejor no enterarnos de nada. Si no existe nada después de la muerte, si no hay trascendencia, ¿para qué pasarlo mal, como por otra parte nos recuerdan los impulsores de la eutanasia y el suicidio asistido? Es ésta una mentalidad fruto de la idolatría de la vida presente y “de calidad”, convertida en criterio último y obsesivo que debe dirigir nuestras terrenas e inmanentes vidas. Sin esta perspectiva resulta difícil comprender tantas actitudes y decisiones con las que hemos respondido a la pandemia del Covid19.

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