Ante la propuesta independentista, otra España debe ser posible

Ante la propuesta independentista, otra España debe ser posible

Empezaré diciendo que no me resulta fácil ni agradable escribir sobre la manifestación independentista del pasado 11 de septiembre en mi ciudad, Barcelona. Demasiado sentimiento, demasiado dolor al ver a mi tierra y a mi pueblo tomar un camino que va contra nuestra historia y contra los mejores logros de los catalanes y que la disolución ayer del Parlament sólo hace que confirmar. Pero entiendo que es mi deber sobreponerme a la amargura e intentar compartir mi visión del asunto con quienes deseen comprender mejor qué está ocurriendo en Cataluña… y en consecuencia en España.

 

La primera y gran cuestión es cómo hemos llegado hasta aquí. Porque está fuera de toda duda que el sentir separatista era marginal no sólo hace tres décadas, sino hace tan solo un par de años. ¿Qué ha cambiado para que varios cientos de miles de personas (no voy a entrar en la guerra de cifras) salieran a la calle convocadas bajo un lema que proponía el separarnos de España? Evidentemente las causas son múltiples y complejas, y al simplificar dejamos elementos relevantes fuera del marco explicativo, pero creo que estamos asistiendo a la cristalización de dos fenómenos distintos (aunque concurrentes y retroalimentándose mutuamente) en un momento histórico concreto.

 

En primer lugar, existe en Cataluña un separatismo nacionalista doctrinal con su propia historia y desarrollo. Este separatismo siempre ha sido minoritario, no sólo en el seno de la sociedad catalana, sino incluso dentro del catalanismo político. No obstante, ha sido hegemónico especialmente en el ámbito de la educación (las “madrasas” nacionalistas, en expresión de Miquel Porta Perales), adoctrinando desde hace mucho tiempo a las nuevas generaciones de catalanes en el rechazo a España y, en consecuencia, a la historia y tradiciones de Cataluña. Lo que Francisco Canals caracterizaba como catalanismo extrincesista de cariz revolucionario ha sido el menú habitual en nuestras aulas desde hace mucho tiempo. Recuerdo ahora la anécdota de un antiguo Conseller de Pujol, que le advirtió de que estaban entregando la educación al independentismo más revolucionario y que eso acabaría por hacerles perder el poder (como así fue con la llegada del Tripartito). El President le respondió: tienes razón, pero ahora no es momento de entrar en matices, sino de construir un país. Es el país que ha aflorado ahora.

 

Pero si es indiscutible que este separatismo doctrinal experimenta una tendencia creciente (hay que recordar aquí aquello de Weaver: las ideas tienen consecuencias), no explica en su totalidad la multitud de personas que salieron a la calle (el año pasado una convocatoria similar solo consiguió sacar a 10.000 manifestantes en la misma fecha y lugar). Nos encontramos aquí con un nuevo componente del separatismo, lo que podríamos llamar “independentismo oportunista”, vinculado a la crisis económica, política e institucional en la que está sumida España. Estamos ante un entorno radicalmente diferente del de nuestro pasado más inmediato, con un número creciente de personas pasándolo realmente mal, con una erosión muy real de su bienestar material y con cada vez mayor cantidad de familias al límite o ya de lleno en situaciones que sólo pueden ser calificadas como trágicas. Cada vez más ahogadas por una presión fiscal que hace ya mucho tiempo supero los límites de lo razonable, contemplan atónitas cómo el gasto público, especialmente el más clientelar, solo sufre ajustes superficiales, sin abordarse la ineludible reforma estructural del Estado. Las apelaciones a los brotes verdes convencen cada vez a menos, y la esperanza de que nuestras elites políticas aborden esa reforma profunda que todo el mundo, abiertamente o en voz baja, reconoce que necesita España, es cada vez más remota.

 

Es en este contexto en el que ha calado el independentismo, configurándose en una especie de versión peculiar y local del movimiento de los indignados, jaleado por quienes ostentan el poder político en Cataluña. Sí, todo está muy mal y lo pasáis cada día peor, nos dicen nuestros gobernantes, pero la culpa no es nuestra, sino de Madrid, que se lleva nuestro dinero y nos devuelve una mínima parte. Sin este expolio fiscal, nadaríamos en la abundancia, no nos recortarían el sueldo, podríamos pagar a hospitales y residencias de ancianos, podríamos recuperar el nivel de vida al que nos habíamos acostumbrado. La jugada, hay que reconocerlo, es hábil; irresponsable, pero hábil. Ya no se habla del 3% (en el mejor de los casos), ni del caso Palau, ni de cómo Montilla manipuló las cuentas públicas para ocultar un déficit disparatado… Aquellos políticos que estaban acorralados en el Parlament hace tan solo un año se han convertido ahora en los aclamados libertadores de una realidad de la que ellos han sido parte necesaria.

 

Llegamos así a lo que podemos bautizar como el “momento Weimar” de Cataluña. El final de la República de Weimar se caracterizó por una quiebra política, una dura crisis económica y una crisis institucional que sumió a la Alemania de los años Veinte del siglo pasado en una situación caótica. En medio de ese caos, una población empobrecida y sin esperanzas de futuro, prestó oídos a un mensaje simplista pero eficaz: sois pobres porque los judíos os arrebatan vuestro dinero, en cuanto nos libremos de ellos recuperaremos nuestra prosperidad. Ahora, en otra situación de deterioro social y económico grave, el chivo expiatorio que nos exime de nuestras responsabilidades es Madrid: libraos de España y volveremos a nadar en la abundancia. Poco importa que el argumento no soporte un análisis crítico serio (hasta el mismo Arturo Mas, quizás asustado ante una aceleración que probablemente no entraba del todo en sus planes, ha advertido que, incluso en el hipotético caso de conseguir la independencia, los retos que tiene Cataluña por delante exigirán un gran esfuerzo), la fuerza del argumento radica precisamente en su simpleza. En vano se advierte de los defectos en el cálculo de las balanzas fiscales, del superávit comercial que es la otra cara del déficit fiscal, del irresponsable déficit generado por los gobiernos de la Generalitat, de la porción de déficit español que debería asumir la hipotética Cataluña independiente o de otros mil argumentos económicos. El mensaje independentista es simple y promete un paraíso terreno y alcanzable a una población empobrecida y desesperanzada, que se aferra a los únicos que les ofrecen una salida al callejón sin salida en el que nos hemos metido. Cuando uno tiene la sensación de que no tiene nada que perder, cualquier alternativa, por infundada que sea, es digna de ser probada.

 

Con todo, este “independentismo oportunista” difícilmente habría podido llegar a convencer a tantos catalanes de no haber sido por la inmensa campaña de propaganda desplegada por la inmensa mayoría de la prensa catalana. Para comprender cómo ha sido esto posible hay que detenerse un momento en la peculiar conformación del panorama mediático catalán, en el que el poder político autonómico y local posee numerosos canales de televisión y emisoras de radio (siete de cada solamente la Corporació Catalana), y donde la prensa escrita es la receptora de generosísimas subvenciones por parte de la Generalitat: es difícil no establecer ninguna relación entre los 9 millones de subvenciones concedidos por Mas al Grupo Godo (aquí no hay recortes) y la abierta promoción de la Marcha independentista por parte de La Vanguardia. Esta abrumadora e insistente campaña de propaganda, que nos asalta a los catalanes por doquier, es también síntoma de algo que se ha señalado poco: la virtual desaparición de España, ya, de facto, del territorio catalán. El Estado en Cataluña, con todos los poderosos resortes del Estado moderno, se está volcando activamente hacia la consecución de la independencia, desde sus medios de comunicación hasta los autocares gratis para asistir a la Marcha por la Independencia. El “país legal” ya es independentista y presiona con todas sus fuerzas para que el “país real”, hasta ahora bastante reticente, también lo sea. No estamos ante un puñado de románticos soñadores y sin medios pidiendo la independencia frente a un Estado español poderoso e inflexible. En Cataluña los únicos soñadores románticos y sin medios son aquellos que levantan la voz en contra del separatismo y que, en consecuencia, se convierten en parias sociales sobre quienes recae el vacío, especialmente en todo lo que se relaciona con el ámbito público y de relación con la Administración.

 

Tras contemplar este panorama, surge la pregunta: ¿Es posible una salida sensata a este embrollo?

 

Para que cada uno pueda responderse a esta cuestión creo que hay que hacer primero el esfuerzo de ver qué hay de cierto en el discurso independentista. Porque hay que reconocerlo, el entramado político-institucional de la España actual, de la España de la Constitución del 78, de la España autonómica, es insostenible e injusto y ha llegado a un estadio de agotamiento terminal. Cuando hay quien afirma que no es de recibo que se apliquen recortes draconianos en Cataluña mientras en Andalucía se mantiene el PER, seguimos subvencionando en Asturias minas económicamente inviables, continuamos con los más de 20.000 coches oficiales (que nos convierten en líderes mundiales en la materia) o cualquier otro despilfarro de nuestras administraciones (pongan ustedes el que quieran; la lista, por desgracia, es interminable), lo cierto es que tiene toda la razón del mundo. Cierto, tampoco son de recibo las embajadas catalanas, el prescindible aeropuerto de Lérida o, como ya hemos señalado, las subvenciones como herramienta de control de los grupos de comunicación, porque la Generalitat y los ayuntamientos catalanes han tenido el mismo comportamiento despilfarrador e irresponsable que se ha generalizado en toda España, pero esto no invalida la crítica, sino que la amplia.

 

Llegados a este punto, cualquier medida para impedir que se siga instilando el odio a España (y no sólo desde Cataluña, podríamos empezar, por ejemplo, por corregir el desprecio a nuestra historia común que ha caracterizado a la mayoría de las producciones recientes de RTVE), cualquier medida para impedir que un gobierno pueda controlar los medios de comunicación de su entorno, serían pasos positivos, no ya para evitar aventuras secesionistas, sino como medidas de mínimo sentido común propias de una país que aspira a perdurar y a no deslizarse por la senda que desemboca en escenarios de corrupción y arbitrariedad.

 

Pero todo esto, y más, será insuficiente si no levantamos acta del fracaso de un modelo de organización del Estado que resulta cada vez mas insostenible y que, lejos de su pretendido objetivo de lograr la armonía entre diferentes regiones, ha demostrado que exacerba las tensiones y es un elemento de bloqueo para superar la crisis en que estamos sumidos. No podemos seguir apelando a la solidaridad territorial para perpetuar situaciones injustas y despilfarros que benefician siempre a los mismos. Si todo lo que tenemos para ofrecer es más de la misma receta que nos ha llevado hasta aquí, más estatalismo, más administraciones elefantiásicas y regidas más por criterios partidistas que por el servicio a los ciudadanos, más clientelismo político, mas déficits desbocados y, en consecuencia, más impuestos confiscatorios, no resulta extraño que haya mucha gente receptiva al mensaje separatista. Sólo desde una España profundamente transformada, construida desde la subsidiariedad, de abajo hacia arriba, también en el ámbito fiscal, con estrictos límites para el ámbito de actuación del poder político y transparencia en sus decisiones, con cauces de representación política más cercanos y reales, respetuosa con las libertades locales (no otra cosa eran los fueros), liberada del estatalismo y del clientelismo político, será posible superar el reto que el independentismo catalán ha planteado. El inmovilismo no es el camino: o abordamos el cambio que España necesita o seremos culpables de haber llevado a España a un punto de no retorno.

4 Comentarios

  1. Muchas gracias Soley por la explicacion, desde la meseta estabamos un poco perplejos con lo que pasaba en Barcelona, ahora lo entendemos un poco mejor.

    • Me alegro. No crea, la perplejidad también abunda en la costa mediterránea.

  2. Gracias, Jorge, por poner por escrito lo que pensamos tantos. Por desgracia, este tema no tiene solución real porque nunca se va a modificar la sacrosanta Constitución para cambiar este modelo de Estado: Modelo de Estado que a todas luces se ve que fue diseñado por aquellos que querían romper España desde dentro

    • Por desgracia parece que va a ser así, pero esto lleva al estallido. Quiero confiar en que, en el último momento, aparezca, no sé de dónde, la sensatez y la valentía que necesitamos. Un fuerte abrazo

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