Nelson Mandela, hombre de carne y hueso

Nelson Mandela, hombre de carne y hueso

Estamos asistiendo al apagarse de la vida de Nelson Mandela y ya han empezado los balances sobre la vida y obra de alguien a quien podemos ya colgar la etiqueta de “histórico” (imagino que todos los medios tienen redactado ya el articulo para acompañar la triste noticia de su no muy lejano fallecimiento).

De entre lo que he leído hasta ahora, me ha llamado la atención el tono hagiográfico de los retratos de Mandela: el ex presidente sudafricano sería un ser impoluto, clarividente y pacífico, un estadista a lo Gandhi que fue capaz de acabar con el odioso apartheid y llevar la paz, la justicia, la reconciliación y la prosperidad a su país gracias a su actitud no violenta, generosa y firme a la vez.

Esta historia rosa tiene, como mínimo, un problema: no es verdad. Porque Nelson Mandela, como líder del Congreso Nacional Africano, tuvo responsabilidad en actos terroristas y asesinatos políticos, no sólo contra los blancos sino contra negros, principalmente zulúes, contrarios a su política (es cierto, no obstante, que en comparación con quien fue su esposa, Winnie, Mandela sale bastante bien parado). No fue casualidad que en 1962 la Unión Soviética le concediera el “prestigioso” premio Lenin de la paz.

El balance de sus años de gobierno y el lugar al que su partido ha llevado al país tampoco es brillante: niveles de delincuencia insoportables, mas de un millón de blancos dejando el país huyendo de una inseguridad tolerada, cuando no promovida, contra los boers, un altísimo desempleo y una administración corrupta con todos los vicios tercermundistas no son precisamente algo de lo que sentirse orgulloso.

Esta es la realidad de Sudáfrica y de Nelson Mandela, ¿toda? No, es evidente. Tampoco se puede negar que Mandela hizo un esfuerzo por intentar reconciliar el país (se puede discutir su éxito, pero creo que el cambio de actitud de Mandela es real) y superar un sistema, el del apartheid, radicalmente injusto. Y este tipo de cambio, tan poco frecuente, tiene mérito.

Mandela no es todo blanco ni todo negro (y perdonen aquí la metáfora del color). Se equivocan quienes nos lo presentan sin mácula, un vicio propio de esta modernidad maniquea en que vivimos, siempre necesitada de encarnaciones absolutas del bien y del mal. El reconocer los errores de Mandela no le resta grandeza, al contrario, la aumenta y nos enseña que, en la vida, podemos cambiar y mejorar.

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