Porqué resucitar a las diaconisas no es una buena idea

Porqué resucitar a las diaconisas no es una buena idea

No he escrito nada sobre el Sínodo de las Familias que se está desarrollando estos días en Roma. No creo que lo que pudiera escribir consiguiera tener el más mínimo impacto positivo en los asistentes al Sínodo, así que me estoy dedicando a rezar, que me parece una estrategia mucho más eficaz. No me evita unos sustos de muerte, pero al menos alimenta mi esperanza.

Pero sí quiero detenerme un momento en la argumentación que Dwight Longenecker ha escrito a propósito de la sugerencia del arzobispo Paul-Andre Durocher de Gatineau, en el Quebec, a favor de la ordenación de mujeres diaconisas. Lo que ha escrito Longenecker en Crux me ha hecho bien, me ha enseñado y lo ha hecho con argumentos sólidos y razonados.

Empieza Longenecker reconociendo que hubo diaconisas en los primeros tiempos de la Iglesia: “Jesús escogió a hombres como sus apóstoles, por lo que las mujeres no pueden ser sacerdotes. Sin embargo, fueron los apóstoles quienes eligieron diáconos en Hechos, capítulo 6, por lo que podría decirse que los obispos, que son los sucesores de los apóstoles, podrían elegir a quién quisieran como diáconos. Aunque los apóstoles escogieron sólo a hombres en Hechos 6, en la Epístola a los Romanos, San Pablo menciona a “Febe, diaconisa de la iglesia de Cencrea.” San Jerónimo traduce la palabra diaconos (diácono) como indicando que Febe estaba “en el ministerio de la iglesia“.

¿Y en qué consistía este diaconado? Lo que sabemos, principalmente a través de las Constituciones Apostólicas, indican que las diaconisas se dedicaban a la administración de las obras caritativas de la Iglesia. Asimismo, tenían también la tarea de mantener la modestia y el decoro en los bautismos. Como los catecúmenos eran bautizados desnudos, se necesitaba a una mujer para el caso de que fuese también mujer quien recibía el bautismo.

Comenta Longenecker: “es preciso señalar que el papel del diácono y el de la diaconisa no eran intercambiables. Por ejemplo, las Constituciones Apostólicas especifican que “la diaconisa no bendice ni realiza nada perteneciente al oficio de los presbíteros o diáconos, sino que sólo guarda las puertas y ayuda a los presbíteros en el bautismo de las mujeres a causa de la decencia” (Libro VIII, Sección XXVIII)”. De hecho, el rito de ordenación de las diaconisas y el de los diáconos eran diferentes, incluyéndose en este último una referencia a la preparación para el más elevado oficio del sacerdocio.

En definitiva, y previa definición clara, se podría restablecer en la Iglesia un diaconado femenino distinto del masculino. Pero, ¿para qué?

Longenecker se pregunta y responde:

¿Requerimos mujeres diáconos para ayudar en los bautismos de personas desnudas? No.

¿Requerimos mujeres ordenadas diaconisas para que puedan tener la autoridad para administrar el trabajo caritativo de la Iglesia? El espléndido trabajo de las religiosas en los campos de la enseñanza y la enfermería se opone a esta necesidad. Las mujeres ya están administrando esta obra caritativa de la Iglesia de manera efectiva a todos los niveles.

¿Necesitamos diaconisas para que sean empleadas diocesanas, directoras de escuelas, asociadas pastorales parroquiales, directoras de formación en la fe, administradoras del Vaticano, consultoras profesionales, diplomáticas, periodistas o asesores financieros? No. Un montón de mujeres ya está cumpliendo estas funciones.

¿Necesitamos que las mujeres sean ordenadas diaconisas para que así puedan ser directoras espirituales, teólogas, activistas culturales, comunicadoras, evangelizadoras, escritoras y catedráticas? No. Tenemos un número creciente de mujeres que ya están haciendo esto”.

O sea, que las antiguas funciones que realizaban las diaconisas o bien ya no son necesarias (el caso del bautismo), o bien ya las están ejerciendo miles de mujeres sin necesidad de ninguna ordenación como diaconisa.

Y entonces, ¿a qué viene la propuesta de Monseñor Durocher? Según Dwight Longenecker, “La única razón, por lo tanto, para tener diaconisas es incluir a las mujeres en las filas del clero; pero cuando la necesidad es desclericalizar la Iglesia y se habla tanto de la autonomía de los laicos, ¿no es contraproducente agregar otro nivel al clero a la Iglesia?”.

Se pregunta Longenecker: esta propuesta “¿no envía la señal equivocada a las mujeres del mundo de que la única forma en que una mujer católica puede ser realmente importante para la Iglesia es asumir un trabajo que ha sido tradicionalmente reservado a los hombres? ¿No es también enviar un mensaje a todos los laicos de que no serán auténticos discípulos de Jesucristo hasta que se hayan convertido en miembros de la casta clerical?”.

Pero hay más que clericalismo (y esa característica tan clerical de querer pactar siempre con el espíritu del tiempo). En el trasfondo, está claro, está el asunto de la aceptación de mujeres al sacerdocio. Lo afronta sin medias tintas Longenecker cuando escribe que “aquellos que todavía están presionando a favor de la ordenación de mujeres al sacerdocio admiten que las mujeres diáconos serían el primer paso. Sería confuso en extremo ordenar mujeres al diaconado y por lo tanto dar la señal de que la ordenación de las mujeres es una posibilidad después de todo. Sería magnífico que se avisase de que el orden de las diaconisas es algo completamente distinto del orden de los diáconos, sacerdotes y obispos, pero me temo que muy pronto esa distinción se desvanecería.

Dado que, como dijo Francisco, “la puerta a la ordenación de las mujeres está cerrada,” sería mucho mejor para toda la Iglesia seguir explorando y ampliando el papel de los hombres y mujeres laicos en la Iglesia”. Pues a mí me parece clarísimo.

Un último apunte: la carta que 140 conversos le han enviado al Papa pidiendo que en el Sínodo se eviten los errores del protestantismo “progre” me parece un documento muy acertado y significativo. Si aún no lo han leído, les animo a hacerlo.

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