Estamos enfermos de “capitalismo de amiguetes”

Estamos enfermos de “capitalismo de amiguetes”

La entrada en política de Donald Trump ha vuelto a poner en primera línea del debate la cuestión del “crony capitalism” o “cronyism”, que en España solemos llamar “capitalismo de amiguetes” o “amiguismo”. No es nada nuevo, por supuesto, y no se limita a los Estados Unidos: nuestro país está lleno de ejemplos.

El amiguismo es incluso, en ciertos sectores, la norma. No exagero: piensen, por ejemplo, en la situación de la prensa escrita en Cataluña, totalmente dependiente de las subvenciones de la Generalitat y, en consecuencia, con una independencia sumamente limitada. O en lo que acabó siendo lo habitual en tantas cajas de ahorros (con alguna honrosa excepción). Piensen en todo lo que hemos ido conociendo acerca de casos en los que alguien, a cambio de jugosas comisiones, conseguía también jugosos negocios con la administración (¿recuerdan el caso de las ITV?) ¿Y qué me dicen de los miles de contratos que en distintos niveles de la administración se adjudican a dedo? Sí, aquí también tener buena relación con los políticos que están en el poder puede ser la clave de la prosperidad de un negocio.
Gracias a un artículo de Samuel Gregg me he enterado del origen del término cronyism: parece ser que apareció en 1980 para describir el modo de funcionamiento de la economía filipina durante el régimen de Marcos y el papel que en él jugaban los cronies, los amiguetes o compinches, a menudo familiares, de los líderes políticos. En este modelo, los arreglos entre empresarios y políticos reemplazan al mercado; en cierto modo se puede hablar de un mercado político, opaco y corrupto. Los empresarios ya no tienen que pensar en lo qué deben ofrecer a sus clientes, sino que el éxito empresarial se basa en la capacidad del empresario de conseguir ayudas por parte de la administración y de los políticos que la gestionan. En estos casos, además, la colusión con la política suele ser más fácil y segura que intentar competir con las otras empresas del sector vía innovación o mejora de costes, algo muy costoso e incierto.

Como escribe Gregg, “la forma externa de la economía de mercado es preservada, pero sus instituciones y procedimientos básicos son lentamente subvertidos por las empresas que buscan acceder a un trato preferencial por parte de reguladores, legisladores y gobiernos. Esto puede tomar la forma de rescates, subsidios, monopolios, contratos no licitados, controles de precios, tratamiento fiscal preferente, protecciones arancelarias y acceso especial a líneas de crédito por debajo del tipo de interés de mercado“.

En España, además, la frontera entre empresa y administración casi desaparece: los propios partidos crean empresas pantalla para financiarse y recompensar a los suyos, de modo que el círculo se cierra. Por no hablar de los políticos recolocados en empresas o instituciones a las que previamente se ha apoyado generosamente (con el dinero del contribuyente, no con el suyo). El caso de Leire Pajín, ex ministra socialista de Sanidad, es un ejemplo claro de esta forma corrupta de actuación: tras conseguir que España donase 41 millones de euros a la Organización Panamericana de Salud, fue contratada por esta misma institución al abandonar el gobierno con un sueldo superior al que tenía como diputada.
El capitalismo de amiguetes, pues, perjudica a toda la sociedad. Es un robo de recursos públicos, de los que no vamos precisamente muy sobrados. Stiglitz señala que el reparto de las rentas en base a la habilidad de los bien conectados para captar una mayor porción de la riqueza en manos del Estado es una fuente injustificable de desigualdad. Perjudica a la sociedad porque penaliza a quienes invierten en dar mejores servicios y productos y favorece a quienes basan su negocio en la colusión con la administración, resultando todo ello en peores y más caros servicios y productos. Al distorsionar los incentivos, la creación de riqueza en un país queda sensiblemente mermada (Gregg, en su artículo, habla de la industria del etanol en Iowa, una industria ampliamente subsidiada que subsiste y atrae inversión mientras se mantengan los subsidios. ¿Les recuerda a algo? ¿Por casualidad no han pensado en la industria de las placas fotovoltaicas en nuestro país?). El uso del poder y de los recursos públicos a los que éste da acceso para favorecer a quienes luego van a desviar parte de lo recibido en beneficio de tu partido o de los tuyos, es también una perversión del sistema político. Además, en ocasiones como es el caso que citábamos antes de los medios de comunicación catalanes, nos encontramos más cerca de las Filipinas de Marcos o de cualquier república bananera que de aquello a lo que es legítimo aspirar.
La cuestión es, en mi opinión, doble. ¿Cómo es posible que se hable tan poco del capitalismo de amiguetes, que no esté presente en los debates políticos? ¿Y cómo puede limitarse, reducirse al máximo posible?
A la primera preguntas me atrevo a responder que porque ninguno de los partidos políticos ni de los grandes medios de comunicación, beneficiados principales del capitalismo de amiguetes, está realmente interesado en acabar con éste. La debilidad de la sociedad civil española, incapaz de plantear este debate, vuelve a quedar de manifiesto.
A la segunda, la respuesta debe ser múltiple. Una cultura institucional más fuerte, unas virtudes morales en los gobernantes más sólidas, controles y transparencia, mayor dificultad para escapar de rositas y sentencias más duras. Todo esto y más cosas, ayudan. Pero creo que el factor decisivo es limitar más la capacidad de los políticos para gestionar presupuesto. A menor intervención del Estado, menor posibilidad de corrupción. No estoy diciendo que el Estado no deba intervenir en nada, pero sí que, en la España del año 2016, interviene en demasiadas cosas. Y que reducir su intervención reduciría la corrupción. ¿Quieren un ejemplo? El ya citado de los medios de comunicación. A estas alturas, en España, no existe justificación alguna para subsidiar los medios de comunicación más allá de la compra de esos medios para que sean dóciles y alineados con las tesis del gobierno. Y además lo hacen con dinero de todos. Es una práctica que, directamente, debería estar prohibida.

 

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