Manent se suma al debate sobre la Iglesia en tiempos de coronavirus

El impacto del Covid-19 en nuestras vidas y el modo en que se ha enfocado, dentro de las medidas de excepcionalidad, el culto religioso, han propiciado interesantes reflexiones sobre la Iglesia y, muy en especial, sobre su relación con el Estado.

Olivier Roy planteaba si el creyente es un consumidor como cualquier otro y denunciaba lo que llama «autosecularización» de la Iglesia, que se comportaría como un “sindicato de católicos”. El artículo levantó polvareda e incomprensiones. Por suerte, traje aquí otro artículo del cardenal Sarah que aclaraba bien los términos del debate: “el Covid-19 ha puesto al descubierto una insidiosa enfermedad que está carcomiendo a la Iglesia: pensar en sí misma como «de este mundo»”. Y añadía Sarah: “La Iglesia debe dejar de tener miedo a chocar y a ir contracorriente. Debe renunciar a pensarse a sí misma como una institución del mundo. Debe volver a su única razón de ser: la fe”.

Al hilo de estas intervenciones, me ha llamado la atención un reciente artículo de Pierre Manent en la revista La Nef. Allí empezaba Manent constatando lo que tantos han advertido: “A la dolorosa privación de la vida eclesial, se unía la angustiosa sensación de que las instituciones públicas eran completamente indiferentes a las necesidades religiosas de los ciudadanos, de que en ningún momento del proceso de toma de decisiones el gobierno había pensado ni un minuto, ni la más mínima consideración, a este componente de la vida común”.

Las quejas católicas que incidían en lo que Manent llama el “nosotros también” (si pueden abrir los supermercados, las peluquerías, los… nosotros también), eran impotentes ante este otro razonamiento: “Las autoridades políticas razonaron implícitamente así: los trabajadores se adaptan a la nueva situación a través del teletrabajo, los creyentes se adaptan a través de tele-asambleas, ¿cuál es el problema?”.

El problema es que la Iglesia es mucho más que el “nosotros también”. Ya desde el principio, desde Pentecostés, constata Manent, la Iglesia aparece independiente “de cualquier asociación humana preexistente, ya sea estado, imperio o pueblo”.

Y lo explica con un ejemplo:

La especificidad, el carácter único de la Iglesia católica y apostólica se confirma y precisa por el acontecimiento que completa y concreta institucionalmente Pentecostés, esto es, la Asamblea de Jerusalén que resuelve el conflicto entre los fieles que juzgaban necesario circuncidar a los paganos y los que rechazaban esta obligación, conflicto sin cuya resolución no habría habido “la Iglesia”. Como es bien sabido, bajo el impulso de Pedro la Asamblea decidió no «inquietar más a los gentiles que se convierten a Dios» (Hch 15, 19). Lo más interesante para nosotros son los términos de la carta que será llevada a Antioquía, en particular la siguiente frase: «nos ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros más cargas que las necesarias» (Hch 15, 19). El comienzo de esta frase, escrita en griego, copia la fórmula de los decretos emitidos por las ciudades griegas: «nos ha parecido bien al consejo y al pueblo…». Hay que comprender la extraordinaria audacia de este préstamo. Hay que comprender también qué lecciones este «concilio de los apóstoles», sacando las consecuencias de Pentecostés, implica para la manera en que debemos entender «el hecho de la Iglesia». No es la Iglesia basada en la forma imperial, poder orgulloso entre las orgullosas potencias, es la Iglesia recién nacida, bajo la dirección de Pedro, una asociación privada de todo lo que da fuerza y crédito a una asociación humana, es esta Iglesia la que declara su poder y su derecho para deliberar y decidir como delibera y decide la comunidad política humana. En resumen, la Iglesia tiene la forma y la consistencia de una sociedad política.”

Me atrevo a decir que esto es clave, nuclear, determinante. Y la fórmula empleada, que Manent nos hace notar, es muy reveladora. La Iglesia actuando como sociedad perfecta y plena que no se subordina a ninguna otra.

La conclusión de Manent es clarísima e iluminadora:

“Si la Iglesia es hoy en día algo más que una suma de nostalgias o que el rastro dejado por una «gran cosa» de la que ya no sabemos muy bien en qué consistía y que ya no nos concierne, es porque ella es algo diferente de una asociación de individuos que ejercen su derecho a tener opiniones; la Iglesia es un tipo de comunidad, una «forma con mando» en la que se lleva a cabo una operación específica, una operación que afecta al hombre en su totalidad y que se propone a todos los hombres, esta operación que la Iglesia en su lenguaje aburrido pero claro llama «santificación» y cuya fuente y órgano se encuentran en el sacrificio de la Misa.

En la Iglesia, los católicos no ejercen primordialmente una actividad social útil a sus conciudadanos y a los hombres en general, incluso si también lo hacen, sino que se comprometen en una operación de alta y gran ambición, que no sólo tiene su finalidad y su premio en ella misma -el convertirse en cristianos-, sino que es la «cosa a hacer» más deseable y más urgente para todo hombre preocupado por el sentido de su vida.

Los católicos no reclaman ningún privilegio público cuando piden poder ejercer lo que su religión tiene de propio o específico: las asambleas cristianas tienen que estar abiertas para que pueda formarse y renovarse sin cesar en torno al altar este pueblo nuevo que desde Pentecostés nace de todos los pueblos y habla todas las lenguas”.

 

 

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