¿Está loco Breivik?

¿Está loco Breivik?

Ahora que ha empezado el juicio a Anders Breivik, el asesino de 77 personas en la isla de Utoya, Noruega, vuelve a plantearse la importante cuestión de si estamos ante un loco, un demente enloquecido y asesino.

La hipótesis de la locura es bastante reconfortante, pues nos da una explicación sencilla acerca de unos actos incomprensibles. Además, nos tranquiliza, pues la enfermedad es algo que, pensamos, puede detectarse y controlarse con terapias o medicación. El monstruo no es como nosotros, está enfermo y eso lo explicaría todo. En el fondo es la misma explicación que se nos da para el caso de Hitler, a quien se considera un loco, un desequilibrado maligno.

La hipótesis, decíamos, es reconfortante, pero a lo mejor no es cierta por la sencilla razón que deja de lado un importante detalle: la existencia del mal. Precisamente en Noruega estos días se está calentando el debate sobre este asunto: o locura, enfermedad y, en consecuencia, ausencia de responsabilidad, o maldad, acto libre y responsabilidad.

El año pasado una primera comisión de psicólogos y psiquiatras concluyó que Breivik era un esquizofrénico paranoico y que no podía ser juzgado. Los propios abogados de Breivik recurrieron esa decisión reivindicando la salud mental del asesino. Una segunda comisión reconocía su capacidad de entender y de querer la matanza que cometió.

Para los primeros, seguidores de la cultura dominante, influida entre otros por Rousseau y Freud, el hombre racional tiende al bien; si comete un acto malo éste es atribuible a la irracionalidad, bien por enfermedad mental, bien porque las condiciones en que vive le condicionan y le impiden razonar. Pero el mal no es una enfermedad. Como escribía recientemente Kiko Sánchez-Monasterio en su imprescindible Galería de heterodoxia a propósito de Flannery O’Connor, “el mal existe y el dolor también”. Y sigue escribiendo que “su lectura puede producir tanto desasosiego quizá porque el lector moderno, como ella misma explica, tiene “su sentido del mal diluido o ausente totalmente, y por ello se olvida el precio de la restauración. Ha olvidado el precio de la verdad, hasta en la ficción”.

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