¿Pueden exigir los jubilados solidaridad intergeneracional?

¿Pueden exigir los jubilados solidaridad intergeneracional?

En un interesante e inteligente artículo, La gran cuestión, Álvaro Delgado-Gal plantea un tema que va a ser recurrente: qué trato recibirán los viejos, cada vez más numerosos, en una sociedad cada vez más ahogada por el creciente peso de la “tercera edad”. Y lo hace a partir de la lectura de la obra magna de Hayek, The Constitution of Liberty, y del libro de Bioy Casares, algo menos académico, Diario de la guerra del cerdo.

Escribe Delgado-Gal: “Medio de veras, medio en broma, he comentado muchas veces, entre amigos, que nuestras democracias están aproximándose a un escenario análogo al que Bioy fantasea en la novela: el de una escabechina a los mayores. ¿Por qué? Porque no es sostenible que recursos crecientes se destinen a prolongar la vida de quienes no producen, ni procrean, ni, a partir de cierto momento, piensan”.

Hayek lo dice de otro modo, pero no precisamente más suave ni menos apocalíptico: “En último extremo, no será la moral, sino el hecho de que los jóvenes alimentan los efectivos del ejército y la policía, el que decida la cuestión: campos de concentración para los añosos incapaces de mantenerse a sí mismos es el futuro probable para una vieja generación cuyos ingresos se generan enteramente por el procedimiento de coaccionar a los jóvenes”.

A Delgado-Gal le parece una enormidad, “a Hayek se le ha ido la mano”, aunque reconoce que “en la democracia las mayorías tienden a divertir en beneficio propio los recursos de todos; con la complicidad de la clase política”. Influido, lo dice él mismo, por su edad, que se acerca irremisiblemente a la jubilación, Delgado-Gal recuerda, con razón, que los factores económicos no lo determinan todo en una sociedad y confía en que la moral evangélica, que, aunque no reconocida forma el sustrato de nuestra sociedad, le salve del destino que tanto Hayek como Bioy vislumbraban.

No pretendo hacer aquí ningún llamamiento a la eliminación de los ancianos. Por desgracia, no es necesario. Lo que vamos sabiendo de las prácticas eutanásicas en Holanda o en Bélgica nos indican que no estamos ante un escenario posible, sino ante una realidad que no deja de extenderse. Sin los detalles truculentos de la literatura, pero idéntica en el fondo y con formas más frías y asépticas, incluso teñidas de compasión.

Afirmo que es injusto juzgar globalmente a un colectivo; las acciones son individuales e individual es la responsabilidad, para bien o para mal. Pero de alguna manera nos hemos de entender. Permítaseme pues referirme a una generación, la de Álvaro Delgado-Gal, como si de un bloque se tratase, en el bien entendido de que muchas personas que pertenecen por edad a asea generación actuaron de modo distinto.

Lo que quiero decir es que una generación que decidió no tener hijos, o tener muy pocos, tan pocos que sistemáticamente situó la tasa de fertilidad por debajo del nivel de reemplazo, no tiene ninguna legitimidad para exigir a la generación de sus hijos sacrificios ahora que ellos han de ser mantenido por estos. La cantinela de la “solidaridad intergeneracional” es tremendamente injusta e hipócrita por parte de quienes optaron por consumir sus rentas en sí mismos.

Antiguamente existía un contrato implícito: los padres sacrificaban una parte muy importante de sus rentas en criar a numerosos hijos que luego, cuando la edad de los padres hacía que éstos dejaran de generar rentas, se hacían cargo de ellos. Este contrato implícito se quebró en España y en todo Occidente, y la generación de la que hablamos decidió cambiar las reglas del juego: ten pocos o ningún hijo, consume todas tus rentas y el Estado ya proveerá para el futuro. Ahora que constata que el Estado no va a poder cumplir sus expectativas pretenden retornar a las reglas de juego antiguas… pero ya no hay hijos en la cantidad suficiente para sostenerlos. Como dirían mis hijos, habérselo pensado antes. Y que no me vengan con que no eran conscientes de la que se venía encima: todos sabíamos que con esos niveles de natalidad las pensiones y los sistemas de sanidad pública eran insostenibles. Pero miraron hacia otro lado, se negaron a mirar de cara a una realidad que amenazaba con estropearles la fiesta. Y la fiesta se ha acabado. Y la realidad está, ahora sí, allá donde miremos.

En este contexto, la apelación a la moral evangélica, a la piedad filial, a la misericordia, se nos antoja tan enternecedora como condenada al fracaso. No negamos que haya casos puntuales que se consideren apelados y actúen en consecuencia. Ojalá sean muchos. Pero la generación aquí encausada no sólo renunció a tener hijos, hizo otra cosa: renunció a esa misma moral a la que ahora apela. Y ahora se encontrará con que la generación que la sucede no entiende ya este lenguaje sino, hablando una vez más en términos colectivos, sólo los argumentos de los que se hacían eco Hayek y Bioy.

La presión irá en aumento, no lo duden. En general sin episodios truculentos (aunque no se pueden descartar), pero de forma inflexible.

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