Lo que va del genocidio de Ruanda a Enrique VIII de Inglaterra

Acabo de leer un libro, Sobrevivir para contarlo, que narra el testimonio de una tutsi superviviente del genocidio desatado por los hutus en Ruanda (por ahora editado sólo en Argentina, por Ediciones Logos). El libro es estremecedor, pero al mismo tiempo transmite esperanza y, además, se lee de un tirón. Eso sí, las salvajadas a las que vamos asistiendo a medida que avanzamos en su lectura producen la impresión de que la civilización es una capa fina, finísima, en esas tierras, y que al mínimo movimiento reaparece la bestialidad más primaria.

Y sin embargo…

Ayer acabé de leer otro libro, esta vez italiano, titulado L’ira del Re è morte, en el que la historiadora Elisabetta Sala repasa la vida del rey inglés Enrique VIII y la génesis del cisma anglicano. Hablando sobre el martirio de tantos religiosos ingleses que se negaron a jurar el Acta de Supremacía, y a los que en consecuencia se les aplicó la muerte reservada a los traidores, leo el modo de aplicarla:

“El verdugo debía poseer cierta habilidad puesto que, antes de que el condenado muriera, debía literalmente abrirlo, en general después de haberlo soltado de la horca, y arrancarle las vísceras mientras aún estaba con vida, lanzándolas al fuego, o al agua hirviendo o por tierra para que fueran pisoteadas por la turba enfurecida. Luego debía proceder a arrancar el corazón y, finalmente, a cortar la cabeza, que era empalada y expuesta públicamente para ejemplo público. Una variante interesante para el público, aunque no siempre aplicada, preveía la castración antes del vaciado de las vísceras”.

Quizás no estemos tan lejos de los genocidas de Ruanda (baste pensar en los cientos de miles de abortos provocados en Occidente). Quizás tenía razón Joseph Conrad cuando, al inicio de su indispensable El Corazón de las Tinieblas, pone en boca de Marlowe, mientras remonta el Támesis, las siguientes palabras:

“And this also,” said Marlow suddenly, “has been one of the dark places of the earth.”